Nicaragua y la tiranía

Juan Francisco Ortega
02 de agosto de 2018 - 03:00 a. m.

Nicaragua fue el primer país centroamericano que visité siendo un joven profesor universitario. Luego vendrían todos los demás. En la Universidad Centroamericana —UCA—, cuna de intelectuales y de libertades civiles, impartí clases de maestría en derecho privado y conocí durante años a alumnos y profesores excelentes que luego serían amigos muy queridos. Managua era una ciudad con serias carencias, donde aún se denotaban tras la colina de Tizcapa los efectos del terrible terremoto de los 70, pero era una ciudad segura con una democracia incipiente tras el proceso revolucionario que derrotó a la tiranía de Somoza. Nadie jamás pensó que una dictadura similar pudiera volver a ocurrir. Y este, quizá, fue el problema. Que nadie lo pensó.

Nicaragua, hoy, es un Estado mafioso cooptado por una familia que ejerce el poder de manera tiránica. Y era algo que se veía venir. Daniel Ortega llega al poder mediante unas elecciones grotescamente fraudulentas, articuladas por el siniestro personaje de Roberto Rivas, que no sólo no fueron reconocidas por los pocos observadores internacionales a quienes se permitió la entrada al país, sino que generaron la aplicación de sanciones por parte del gobierno de Estados Unidos. El robo, esencialmente, consistió en que el tal Roberto Rivas, presidente a la postre del Consejo Supremo Electoral Nicaragüense, falsificaba las actas de los votos de una manera “sutil”: tachaba el recuento en las actas y, al lado de la tachadura, incluía un número favorable para el Frente Sandinista, el partido de Daniel Ortega.

Y de aquellos polvos, estos lodos. La comunidad internacional apenas decía nada. Y la Iglesia católica nicaragüense, de quien Ortega consiguió su apoyo a cambio de beneficios innegables que hoy se tornan vergonzosos, tampoco. Hasta que la situación, que ya era cancerosa, se convirtió en metástasis. El Estado, con su esposa como vicepresidenta, y las empresas públicas en manos de sus hijos y familiares más cercanos, se configuró en un régimen nepótico en nada diferenciable del de Somoza, en la propia Nicaragua, o del de Trujillo en República Dominicana. Y ante esta realidad, un ambiente opresivo, creado por el régimen, y palpable desde la universidad hasta los empleados públicos que recibían las consignas partidarias a seguir, generaba un estado de ánimo contenido que podía reventar en cualquier momento. 

Y ese momento llegó el 16 de abril con el anuncio, por parte del gobierno, de la reforma del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS). Mediante la reforma, decretada sin ningún tipo de acuerdo con los diferentes sectores sociales, se estableció un aumento de la aportación al seguro por parte de los empleados del 0,75% de su salario, y a los empleadores, un aumento del 3,5%. Además, los pensionados —la mayoría con ingresos que alcanzan para una subsistencia básica—pasan a contribuir con el 5% del total de estos. La indignación no tardó en estallar y las revueltas no tardaron en sucederse a lo largo y ancho del país. Unas revueltas que desde jóvenes sin oportunidad hasta ancianos sin esperanza parecen apoyar de manera decidida.

Y es en este punto del relato donde me parece que el pueblo nicaragüense comienza a cambiar su historia. En las calles de la propia Managua hasta en las de las cercanas ciudades de Masaya o Granada, se levantan barricadas y acciones de protesta legítima, solicitando la renuncia del presidente Ortega a quien de sandinista ya sólo le queda su retórica hueca y cleptómana. No en vano, son los herederos de Sandino los que están en las barricadas. En unos primeros momentos, la respuesta policial del régimen fue brutal. En pocos días, los muertos, desde estudiantes a ancianos, no dejaban de aumentar. En la primera semana, unos 40. No obstante, la situación sólo empeoró. De una respuesta policial criminal, el gobierno de Ortega procedió a la creación de escuadrones paramilitares con el objetivo de amedrentar, reprender y asesinar a cualquier tipo de oposición o protesta callejera. El resultado es que, en la fecha actual, el número de muertos ronda los 450. Y sigue creciendo.

Una de estas actuaciones paramilitares tuvo lugar en la Universidad Centroamericana —UCA—, en Managua, donde el 27 de mayo dos furgonetas con hombres armados y encapuchados atacaron la institución académica con armas de mortero. El rector de la institución, José Alberto Idiáquez, un jesuita valiente, emitió un comunicado institucional en el que no sólo condenaba el acto, sino que pedía justicia para los muertos y una democracia en Nicaragua. La inteligencia y la dignidad en contra del poder tiránico.

Hoy en día todo parece empeorar. La policía realiza detenciones arbitrarias, detenciones sin las mínimas garantías procesales y los estudiantes de la universidad, uno de los focos de resistencia, mantienen limpios de chats y fotografías sus teléfonos. En una detención, todos saben que es lo primero que analiza la policía para ver si se está ante un “subversivo”. Mientras tanto, en la oficina para renovar el pasaporte nicaragüense, las colas se vuelven interminables. Las mismas colas que se pueden ver en las embajadas de Costa Rica, Estados Unidos y España, principalmente.

Y mientras todo esto ocurre, la comunidad internacional, y muy especialmente la latinoamericana, sigue en silencio.

* Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca (España), máster en Relaciones Internacionales Iberoamericanas y máster en Análisis Político. Profesor de planta de la Universidad de los Andes y director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia y Propiedad Intelectual de esa misma universidad.

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