No es un asunto menor la muerte la semana pasada de una adolescente de 16 años en un bombardeo, en el Guaviare, al campamento de Gentil Duarte, jefe de las disidencias de las antiguas Farc que persisten en el narcotráfico, responsables de la muerte de muchos líderes comunales que han buscado que sus comunidades se liberen de las garras de los narcotraficantes.
Es dramático que mueran menores de edad víctimas de las bombas lanzadas por las Fuerzas Armadas del Estado, pero el juicio y la condena a la decisión estatal se complica cuando el sitio bombardeado no era una escuela o albergue o parque infantil, sino un campamento de un grupo fuera de la ley y al margen de la vida civilizada, habitado por personas dedicadas al narcotráfico y a la minería criminal. A la fecha, estas actividades son las causas principales de la violencia contra civiles, especialmente líderes de comunidades rurales que pagan con sus vidas su lucha para redimirlas de la pesadilla de los narcocultivos que desde hace ya 40 sangrientos años alimentan la hoguera aún no extinguida de violencia y muerte.
Es decir, se trata de menores de edad presentes en un teatro de confrontación armada donde se dan acciones de guerra, como es un bombardeo. ¿Cómo llegan ahí esos menores, generalmente a espaldas de sus familias? Llevados por los grupos armados y las organizaciones criminales para involucrarlos en sus actividades, aprovechándose de que su minoría de edad los hace inimputables de delitos que realizan para la organización que los controla. La historia del narcotráfico está plena de esas situaciones. Los grupos armados, además, y acá viene la parte sustancial del cuento, los reclutan para que sirvan de escudos humanos, convirtiéndolos literalmente en “carne de cañón”, buscando que su presencia o la simple presunción de ella obre como un disuasivo de acciones militares en su contra, como es un bombardeo.
En los campamentos de los grupos armados es común la presencia de menores de edad, reclutados de manera voluntaria o involuntaria, considerados internacionalmente víctimas de retención salvo si como combatientes participan en acciones armadas de hostilidad. Este proceder de grupos armados como el de Gentil Duarte infringe las normas del derecho internacional humanitario (DIH). No basta con saber que hay menores en la zona donde las autoridades localizan al grupo armado, pues sería preciso conocer si estos se encuentran en su campamento, caso en el cual, con todos los riesgos, podría pensarse en un ataque terrestre que no garantiza ni el éxito de la operación militar, como sí lo hace el bombardeo, ni la salvaguarda de la vida de los menores, como sucedió en el fallido rescate de Guillermo Gaviria, gobernador de Antioquia. O bien se podría suspender toda acción por el riesgo para la vida de menores, caso en el cual la organización criminal se salva gracias al escudo humano que estos le proporcionan.
El resultado es que el Estado queda maniatado para actuar y los criminales, a salvo. Un resultado evidente de lo anterior sería el aumento de la retención/reclutamiento de menores, como ya está sucediendo, y la impotencia del poder público para hacerle frente a estas máquinas de muerte y corrupción, en medio del reclamo ciudadano para que las autoridades enfrenten la situación.
Se plantea un delicado dilema ético-político que podría jugar en favor de la impunidad de las actuales organizaciones armadas. Es claro que el Estado debe conservar su capacidad de acción en defensa del interés general que exige derrotar la acción del crimen organizado, independientemente del ropaje con que se recubra, pero, eso sí, ha de hacerlo sujeto al ordenamiento legal. Lograrlo requiere un trabajo cuidadoso de inteligencia que suministre la información necesaria y creíble para dar golpes focalizados pero contundentes, que den en el blanco sin causar “daños colaterales” de víctimas inocentes. Lo que no puede hacer el Estado es paralizar sus acciones, que sería regalarle el triunfo al crimen.