No hay enemigo pequeño

Julio César Londoño
21 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Los virus parecen máquinas modernas: no son seres vivos pero operan de manera inteligente. En cambio los terrícolas somos criaturas vivas cuyo talento es muy discutible (Leonardo, Mozart y Marie Curie son bellos marcianos. Constituyen las excepciones, no la regla).

Un virus es un paquete de información genética cuyo motor es una cápsula de proteína. Si tiene suerte (un abrazo, el vuelo de una microgota de saliva), el azar lo infiltra en una célula animal. Una vez allí, es un hacker genial: descifra el código genético del receptor, lo recodifica y lo convierte en reproductor del virus. Es mesurado y saca pocas copias para no matar al receptor, pero a veces se le va la mano y mueren 9.000 terrícolas.

Todo esto nos tiene fascinados. Y aterrados. Y con razón. El jueves (cuando escribo esto), tenemos 133.000 infectados, 83.000 recuperados y 9.359 muertos por el coronavirus en 162 países. En Colombia hay 107 contagiados (una cifra manejable) y la primera paciente detectada ya está libre de la infección.

A nuestro favor juegan dos variables: la letalidad del COVID-19 es baja y las alarmas están prendidas, todas, incluso las de Trump, un señor refractario a la ciencia. En contra, tenemos su velocidad de contagio, una endemoniada curva exponencial, y su genoma, una cadena de ARN, una estructura maleable que facilita la mutación del virus y dificulta el diseño de una vacuna universal (el ADN, en cambio, es inmodificable. Parece hecho a prueba de hackers).

Con todo, la ciencia se ha movido rápido. En solo dos semanas identificó el nuevo coronavirus, la máscara 19, encontró la secuencia de su genoma, desarrolló una prueba de laboratorio para detectar personas infectadas y ya está ensayando la vacuna.

Mientras la encuentra, toca seguir el “método Wuhan”: profilaxis, ofensiva hospitalaria, cuarentenas, confinamiento doméstico, cierre de fronteras.

Jugando con fuego, Duque cerró las fronteras terrestres y marítimas y dejará abierta hasta el fin de semana la tronera mortal, los aeropuertos, por donde entran al país el 99 % de los pasajeros procedentes de Europa.

Si nos atenemos a los expertos, hay que tomar dos medidas de signo opuesto: confinamiento nacional y cooperación internacional. Una vez más se pone en evidencia que la globalización lo abarca todo, incluidas las pandemias; que fenómenos como el hambre, los refugiados y el calentamiento global no pueden ser tratados con eslóganes nacionalistas, tipo America first!

Hoy se impone una consideración que hasta ayer era impensable: el problema está justamente en el modelo económico. La economía de mercado es insostenible (evito a propósito el vocablo “neoliberal”. Es muy elegante para nombrar esa cosa tan mezquina). Fenómenos como los anotados arriba solo pueden ser enfrentados con políticas públicas robustas, como las que pueden ofrecer los países socialdemócratas.

Esperar que el oro encuentre, con injerencia estatal cero, guiado solo por el brillo de su sabiduría, el camino de la distribución equitativa de la riqueza, o que los bancos salgan a financiar cruzadas ecológicas, o que las grandes corporaciones les tiendan las manos a los refugiados, o que las EPS tomen por los cuernos al toro del COVID-19, o que la maltrecha universidad pública genere investigación capaz de desarrollar una vacuna eficiente y económica, o que las multinacionales farmacéuticas la desarrollen y la regalen en el tercer mundo, esperar tantos milagros, digo, es creer que el oro es sabio; el banquero, filántropo; la farmacéutica, sensible y la EPS, consciente.

El coronavirus es un juego de niños comparado con la economía de mercado, ese modelo atroz que todo lo destroza, incluido el capitalismo.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar