No hubo fiesta

Guillermo Zuluaga
06 de octubre de 2017 - 02:40 a. m.

“En la guerra se tiene resuelto quién es uno, se está desprendido de la rutina de la vida, se bota adrenalina todo el tiempo, se tiene claro quiénes son los amigos y quiénes los enemigos, la vida tiene sentido, la guerra es una chimba”. La frase es de Mateo, militante del Ejército Popular de Liberación-Epl. Mateo fue uno de los tantos chicos que llegó a Medellín desde las montañas de Caldas, a principios de los años setenta y terminó vinculado a la guerrilla como muchos, o como tantos jóvenes de la Medellín de esos años.

La de Mateo es similar a la vivencia de José, Tacho, Jairo, Óscar, Iván, Nacho; también a la de Fidel, Carlos, Vicente, Severo…entre muchos otros nombres que hacen parte de la historia “no contada” de Medellín, a pesar de que su presencia fuera quizá más determinante que la de muchos “héroes” y “mitos” que han alimentado la tradición oral y escrita de esta ciudad.

Y hacen parte del libro No hubo fiesta, escrito por un hombre que, como Mateo, también salió desde las cordilleras pintadas de verde botella que dividen –o juntan— a Caldas con Antioquia, y que por esos “azares de la vida”, después de graduarse de periodista y ser juicioso observador de la realidad social, terminó siendo alcalde de Medellín.

No hubo fiesta es suma de relatos, cargada de drama y de idealismo, de muchos jóvenes que alumbrados por el faro de la revolución, y con esa mezcla de rebeldía, incluso por “existencialismo” terminaron engrosando las filas de tales grupos.

Muchos de ellos fueron amigos de infancia, vecinos de barrio, compañeros para alargar un café y un cigarrillo en la universidad, e incluso familiares de Salazar Jaramillo, quien a pesar de que tuvo algunas simpatías y participó de actividades de esos grupos guerrilleros prefirió el activismo social –un poco por la influencia de sus estudios en universidad pública y otro tanto por herencia de su padre, hombre forjado en las rudezas y en la solidaridad de la vida rural.

Fruto de ese activismo y de ese conocimiento de los barrios, Salazar publicó No nacimos pa semilla, un clásico contemporáneo sobre la desazón de los jóvenes de Medellín, y luego La Parábola de Pablo, perfil del hombre que partió en dos la historia de esta ciudad. Al cabo de los años, y luego de transitar por cargos en el sector público, Salazar retoma su oficio de periodista, pone sus sentidos y mente en los jóvenes, esos otros chicos que él conociera, los que sin mucho futuro y recién llegados de sus campos llenos de privaciones y “víctimas” del olvido estatal, vieron en la revolución una salida a esa incertidumbre que se encontraron, una ciudad agreste y desigual, tanto como las calles mismas de esos barrios que habitaron, y que terminaron devorados por el remolino de la guerra.

Compuesta de 12 historias, esta obra podría leerse de atrás a adelante. De hecho así fue su génesis: Salazar escribió inicialmente unos textos periodísticos sobre unos vecinos del barrio Simón Bolívar –los hermanos Castaño– quienes avivaron el fuego de la contrarrevolución. Y luego al querer compendiarlas, sintió la necesidad de mostrar la otra cara de la moneda, la de tantos amigos y familiares que conociera en sus años mozos de febril universitario y que quizá ayudarán a entender todo lo que ocurriría años después.

Salazar, fiel a la enseñanza de Kapuscinski, de que los periodistas somos “notarios para la historia” cuenta de esos años que quizá explican mucho la guerra fratricida que ha sumido a Colombia durante seis décadas y para las cuales apenas ahora parece que comenzamos su ocaso definitivo. Ojalá.

Esos chicos perdidos hoy en las borrascas del olvido se fueron detrás de una revolución que reclamaba compromiso pero también terminaría en una fiesta, que requería “más goce que ideología”, como la soñaba Bateman: Fiesta que ninguno de los mencionados en estas 351 páginas vivió para contarla. Sin embargo, a este libro —ni a su autor— los anida la nostalgia. Este es un compendio de vidas malogradas. En palabras de su autor, él simplemente fue “testigo de situaciones y tiempos” y quiso dejarlos plasmados para la historia.

En tal sentido la obra puede pecar un poco de subjetividad, pero eso lo deja claro desde las primeras páginas. No hay pretensiones más allá de contar unas historias sobre esta ciudad que conoce y narrarlas agradables y comprensibles. Tampoco considera que sean “indispensables”, pero cree que al igual que sus dos anteriores obras, es un libro “inevitable” para él como habitante y observador de esta ciudad.

Al recorrer las páginas, donde los Mateos y los Jairos y los Carlos y los Fideles van muriendo, la obra parece sugerir una especie de moraleja: las armas no fueron el camino. La revolución nunca fue esa fiesta (tampoco la contrarrevolución). Pero no la tiene: porque el libro también podría sugerir que esos chicos, inconformes con su sociedad y con su Estado, al menos lo intentaron. Su inconformismo y su rebeldía fueron superiores a sus miedos y zozobras.

Y aunque a veces se pierde un poco en las anécdotas, este es un libro para leer, para adquirir más elementos que expliquen este país, inequitativo y paradójico, donde conviven el carnaval y la tragedia. País este donde “nuestra revolución”, según Salazar, (ni la contrarrevolución) “no dejó razones para la alegría”.

Así que, quizá sí hay fiesta: la aparición de cada libro siempre será fiesta de reencuentro con nosotros; con la palabra. Y eso sí que lo necesitamos en Colombia, si queremos algún día reconciliarnos.

 

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