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No, monseñor

Julio César Londoño
18 de julio de 2020 - 06:00 a. m.

Cruzó una línea roja monseñor Monsalve, arzobispo de Cali. Decirle genocida al gobierno de Duque es demasiado audaz, por decir lo menos. De inmediato protestaron el Gobierno, el nuncio apostólico en Bogotá, el diario El País de Cali e incluso instituciones serias.

Con el dolor del alma, me uno a las protestas.

Sería menos grave que le hubiera dicho genocida a Uribe, a quien los genocidas le profesaban franca admiración y al que muchos le atribuyen que el paramilitarismo haya sacado la pata del barro sanguinolento de una cancha de fútbol y pisado las gruesas alfombras del Capitolio. O a su hermano Santiago Uribe, el presuntísimo líder de «Los Doce Apóstoles» que lleva 24 años luchando en los juzgados, viendo morir testigos y tratando de probar que él no es como su hermano. O a su primo Mario Uribe, que pagó condena por parapolítica, es decir, por hacer política con genocidas. O a los líderes del No, que no vacilaron en utilizar recursos infames para confundir a los votantes, una operación que dista mucho del genocidio pero es asquerosa y ha tenido consecuencias gravísimas. O a Jorge Noguera, un muchacho muy distinguido que hizo del DAS una oficina de inteligencia paramilitar y que hoy purga una condena de 25 años por homicidio agravado y otras lindezas de su surtido prontuario.

Pero llamar genocida a un tecnócrata como Duque es excesivo. Es verdad que objetó la Ley Estatutaria de la JEP, el espinazo jurídico de la paz. Quebrarlo era el camino más corto al regreso a la guerra y al recrudecimiento de los genocidios, pero todos sabemos que Duque se limita a cumplir órdenes y que no tiene ideas propias (ni ideas, en general). Es apenas un genocida delegatario, digamos; se lo puede acusar de testaferrato, no de genocidio directo. Es verdad que utilizó dineros del Acuerdo de Paz en publicidad, pero esto es indolencia o peculado, no genocidio. Es verdad que ordenó el bombardeo de un campamento guerrillero donde había 18 menores de edad, pero esto apenas clasifica como masacre, quizá como «un duro golpe a la subversión», no como genocidio.

Sorpresivamente, Roma apoyó a monseñor Monsalve. «La palabra de un arzobispo cercano a su pueblo merece consideración y respeto», dijo Bruno Duffé, secretario general del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral del Vaticano y miembro del gabinete del papa Francisco.

Con todo, creo que tienen razón los detractores del arzobispo. La acusación de genocidio es tan grave, y la autonomía del Gobierno es tan reducida, que su responsabilidad es muy limitada. Como bien dijo una Paloma Valencia muerta de la risa el 7 de agosto de 2018, «una cosa es el Gobierno y otra el Centro Democrático», para insinuar que su partido estaba más alineado con el discurso feroz de Macías que con las conciliadoras palabras de Duque.

Si el arzobispo hubiera dicho: el Centro Democrático y un sector del establecimiento colombiano aprueban el genocidio como una estrategia de control social, habría pegado en el centro del blanco.

En todo caso, querido arzobispo, la forma de sus declaraciones fue desafortunada. Injusta. Sonó feo y es muy peligrosa. Recuerde que usted está amenazado por su trabajo en las comunas en Medellín y por andar diciendo verdades. Recuerde que así como hay «masacres con sentido social», puede haber otro magnicidio con sentido político. Recuerde que Cali es territorio Marlboro. Mire lo que le hicieron a monseñor Duarte las Farc cuando eran genocidas y no «genocidados», como ahora.

Primera lección: a los colombianos de bien les preocupa más la semántica que la ética.

Segunda lección: a los genocidas les molestan muchas cosas, especialmente que los llamen genocidas.

 

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