No seremos los mismos

Héctor Abad Faciolince
22 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Cuando esto pase —y va a pasar pues hasta las pestes medievales terminaron algún día— no vamos a ser los mismos. Tal vez seamos peores, o mejores, pero no iguales. Una experiencia individual y social de estas dimensiones no la habíamos experimentado nunca en la vida. Por mi parte, sólo en las novelas o en los libros de historia. En este momento no sabemos siquiera si tenemos menos miedo del que deberíamos tener o si más bien los peores efectos de esta epidemia se deben más al pánico que al mismo coronavirus. No importa: bien sea por el virus o por el pánico, es decir por el hecho de que la información y el miedo se contagian tan rápido como las enfermedades, el resultado es lo que estamos viviendo: enfermos, muertos, encierro, incertidumbre, desconcierto, pérdidas económicas incalculables.

Al final habrá que hacer las cuentas y tratar de entender lo que pasó. Por ahora los datos y las acciones discordantes (tanto aquí como en el mundo) no nos permiten mantener la calma ni tomar decisiones perfectamente racionales. Cuando a todos nos afecta el miedo personal de contagiarnos —o quizá de estar ya enfermos o de tener un enfermo en la familia— tomar decisiones por encima de la emotividad es casi imposible. Tratamos de seguir la opinión de los médicos, de los expertos, pero a veces los mismos expertos no están totalmente de acuerdo. Bien sea la virulencia de la enfermedad o la virulencia del miedo por exceso de noticias y de precauciones, han desbaratado nuestra forma de vivir, de producir o de relacionarnos.

Sería más grave, creo, el segundo escenario. El primero es la respuesta médica, científica y social a una amenaza real de un virus nuevo, desconocido para nuestro sistema inmune. En tal caso, al menos, podemos pensar que hicimos, o que estamos haciendo, lo que era necesario hacer. Es lo que yo he optado por creer: seguir los consejos del consenso médico mayoritario. Si en cambio todo esto es una reacción exagerada a una amenaza menos grave de lo que pensábamos, y ha sido solo el pánico lo que nos ha obligado a cambiar radicalmente la forma de vivir, entonces este error de dimensiones planetarias y dictado por el miedo —pero con consecuencias económicas reales y enormes— nos hará sentir peor. ¿Estamos actuando como una manada en estampida, como un teatro repleto durante un incendio, en el que hay más muertos por la estampida que por el incendio? Espero que no. Confío en que el remedio no sea peor que la enfermedad, y que todas estas precauciones, sacrificios y cautelas estén valiendo de verdad la pena. Que debemos hacerlo para que no colapse el sistema de salud precario y limitado que tenemos.

En todo caso estamos teniendo una experiencia única. Nunca habíamos visto así nuestras ciudades; nunca tantos locales, almacenes, bares, restaurantes, librerías y fábricas habían cerrado al mismo tiempo; nunca tantos habían escapado al campo; nunca los padres habían estado tan lejos de sus hijos, los abuelos de los nietos, incluso los esposos de las esposas; o nunca, al contrario, habían pasado tanto tiempo juntos. La angustia que sentimos por el presente y el futuro es incluso mayor que la probabilidad que tenemos de enfermarnos. Si no nos vamos a enfermar de neumonía, posiblemente nos estamos enfermando de ansiedad. ¿Tendré trabajo? ¿Voy a poder pagar a los que de mí dependen? ¿Me van a echar de una empresa quebrada? ¿Van a poder volver los que están lejos? ¿Quién va editar los libros y dónde van a leerlos? Pero no solo los libros, sino cualquier cosa: helados, mesas, carros, zapatos, almojábanas, sábanas, cubiertos o canciones.

En las pestes anteriores a la era de la ciencia la población moría por millones, en proporciones que llegaban hasta el 70 %. Cuando los europeos llegaron a América, los cocolistes (palabra náhuatl para plaga) mataron más indígenas que los arcabuces. Hoy al menos sabemos de qué nos contagiamos y cómo protegernos. Ánimo, mientras tanto. Y leamos, y pensemos, y cuidémonos.

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