No son una fatalidad

Beatriz Vanegas Athías
21 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

A veces pienso que no alcanza toda la belleza, serenidad y aportes de Débora Arango desde su irreverente obra pictórica; de Teresita Gómez desde la estética musical de su piano; de Fernando Botero con su monumental obra escultórica y pictórica que ha recorrido el mundo y nos ha dado un poco de identidad; de Víctor Gaviria, con su cine de denuncia, que pone la mirada en la supurante llaga de la violencia y la inequidad colombiana; de la editora de editoras Luz Eugenia Sierra; de la historiadora Amparo Murillo; del periodista y escritor Juan Luís Mejía;

De los escritores, poetas, novelistas Olga Helena Mattei, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Manuel Roca, Piedad Bonnet, Robinson Quintero Ossa, José Manuel Arango, Porfirio Barba Jacob, Manuel Mejía Vallejo. Epifanio Mejía, León de Greiff, Carlos Castro Saavedra, Gonzalo Arango, Darío Lemos, Fernando Vallejo, Patricia Nieto, Eduardo Escobar, Rogelio Echavarría, Mario Rivero. A  veces pienso que no alcanza toda la belleza, serenidad y aportes de tanto antioqueño notable y valioso ante el dolor y el daño que han hecho al país estos dos catastróficos personajes: Pablo Escobar y Álvaro Uribe.

El primero, un mafioso que desestabilizó a la sociedad colombiana desde lo económico, lo social, pero en especial desde lo cultural. Creó la forma de vida del dinero fácil, mínimos esfuerzos, máximas ganancias. Impregnó en cada célula de los que cayeron en su red la creencia que hay que obtener dinero por encima de quien sea y como sea. Llenó el habla con expresiones que estigmatizaron la conducta colombiana y que hoy son de uso común en cualquier contexto: “Hágale”, orden perentoria para ejecutar un delito; matar se volvió un camello (“camelllar”); surgió el “traqueto”, grotesco personaje rústico, mal hablado y sin valores; “coronar la vuelta”, es decir, tener éxito en un asesinato; “sapo”, persona desleal, traidor. Tuvo su Nápoles y una riqueza inimaginable. Sólo la mafia política colombiana pudo con él. Pero el daño ya estaba hecho.

El segundo fue un presidente y hoy senador cuyo máximo logro fue profundizar la polarización que por décadas ha signado la historia de Colombia. Bajo sus dos gobiernos, volvimos a los tiempos de pájaros y chulavitas y fue su bandera la guerra y el retroceso de lo social (privatizaciones), al punto que su Ley 100 de salud ha matado a igual o más colombianos que el accionar guerrillero. Y si a ello sumamos el séquito de asesores y funcionarios que delinquieron bajo sus gobiernos, además de su evidente adhesión al paramilitarismo; la creación del lema “trabajar, trabajar y trabajar” que no es otra cosa que la incorporación del neoliberalismo que pauperiza la economía del colombiano medio. También incorporó al habla colombiana el cambio de significado del verbo “convivir” que en sus gobiernos se tiñó de sangre, muerte y desaparecidos. Tiene a El Ubérrimo igual que aquel a Nápoles. Y también su poder es incalculable con la diferencia de que hace parte de la mafia política colombiana que lo protege.

Los dos no son una fatalidad, es sólo tener lucidez y decir no más, como dijeron los antioqueños ilustres mencionados en los dos primeros párrafos de esta columna.

 

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