No un favor sino una responsabilidad

Eduardo Barajas Sandoval
16 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

No falta quien piense que los reclamos de acciones contra el cambio climático son cosa de puritanos alarmistas que odian el progreso. La incredulidad respecto de las fragilidades del planeta se fundamenta por lo general en una creencia recóndita en la magnificencia y la solidez indestructible del orden natural, tal como se ha conocido hasta ahora. Los cataclismos del pasado se ven por algunos tan lejanos como los del futuro. La contradicción entre el crecimiento económico tradicional y el cuidado del medio ambiente termina resolviéndose en favor del primero, pues no todos los políticos tienen el valor de asumir el costo de actuar en favor del segundo.

La ausencia de compromiso político para hacer cosas que estarían al alcance de los Estados, a fin de contrarrestar el avance del proceso de deterioro de la salud de los sistemas naturales, es muestra de miopía y de un egoísmo irresponsable con las generaciones venideras. Sin perjuicio de que hayan surgido partidos verdes, que además del nombre llevan en muchos casos intenciones claras y proponen programas realizables, algunos sectores del establecimiento político mundial no parecen estar convencidos de la urgencia de atender los llamados que claman por decisiones que eviten el avance del proceso de deterioro de la naturaleza, a pesar de las manifestaciones ostensibles del cambio climático.

Afortunadamente no ha faltado quien se ocupe de hacer el seguimiento del proceso de alteraciones del orden natural, de identificar sus causas y de vislumbrar sus efectos futuros. Del esfuerzo de esos abanderados de una causa que debería ser común, pero en la que no todo el mundo se ha comprometido todavía, han salido recomendaciones sobre las acciones políticas y los compromisos internacionales que podrían corregir el rumbo. El problema es que los campeones de esa causa se consideran, dentro del panorama de la cultura tradicional de manejo político y económico de los asuntos públicos, como gente fuera de lo común, aterrada por cosas que aún no han sucedido. Por ese camino no ha faltado quien los considere enemigos del progreso.

No obstante, en los últimos años se observa un crecimiento sostenido de la cauda de esas personas fuera de lo común, animadas por intereses diferentes de aquellos de los indolentes, pues se rigen por una escala de valores distinta, ven la historia de otra manera y advierten las eventualidades y las posibilidades del futuro con mirada previsiva. Del interés y la perseverancia de esos impulsores de la causa de defensa del planeta han surgido no solamente admoniciones sino que, con la cooptación de uno que otro responsable político, se han llegado a consolidar acuerdos internacionales de importancia, suscritos en su momento por representantes de algunos de los principales países responsables del deterioro de la naturaleza y de la contribución humana a la locura de las alteraciones climáticas.

El último llamado a la acción, antes de que sea tarde, lo profirió la semana pasada el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, que entregó un reporte cuya conclusión resulta escueta: si no se actúa ya mismo para que la temperatura del planeta abandone el curso que llevaría a un incremento de tres grados centígrados hacia mitad del siglo XXI, esto es a la vuelta de unos pocos años, no solamente se corre el riesgo del descongelamiento del Ártico, sino que se vería afectada la vida cotidiana en diferentes ciudades de todos los continentes, e incluso colapsarían actividades económicas de importancia. De ahí el firme llamado a que todo el mundo se comprometa a no pasar del límite de aumento de la temperatura en un punto y medio por ciento, dentro del mismo período.

El desprecio que el extravagante presidente actual de los Estados Unidos ha proclamado por los problemas ambientales ha tenido en esta materia, como en otras, un efecto importante en el contexto de las acciones que a los gobernantes corresponde desarrollar. De manera que no son pocos los que participan de la arrogancia de los que se creen todopoderosos, así esté comprobado que nada pueden hacer contra fenómenos naturales que exceden el poderío de sus arsenales. Afortunadamente en el otro lado del panorama se encuentran líderes como la canciller alemana y el presidente francés, que muestran no solo preocupación sino compromiso, compartido por otros líderes en diferentes continentes.

Pero, sea cual fuere el compromiso de los líderes políticos, la causa de la defensa del planeta y la lucha de resistencia contra el cambio climático requieren de una militancia ciudadana que fortalezca una cultura de preservación y conmine al conjunto de los gobernantes a ejercer la responsabilidad que les corresponde, con el presente y con el futuro. La ciudadanía mundial se debe movilizar para obligar a los Estados a asumir responsabilidades y desarrollar acciones, que ya se sabe cuáles son, con el propósito de frenar el deterioro preocupante del orden natural del planeta que nos aloja.

Las alteraciones ostensibles y la presencia reiterada de fenómenos impredecibles y aterradores deben servir de caballo de asalto a las fortalezas de los incrédulos, aunque sea para hacerles reconocer que al menos algo extraño está pasando. Aunque lo ideal sería poner en evidencia cómo, frente a la disyuntiva entre proteger el ambiente o beneficiarse de su deterioro, algunos estadistas terminan por quedar del mismo lado de los malhechores.

El profesor Paul Romer, reciente ganador del Premio Nobel de Economía, ha dicho que algunos terminan por ignorar la protección del ambiente porque consideran que resulta demasiado difícil y costosa, siendo que se pueden hacer progresos sustanciales sin renunciar a las opciones de crecimiento sostenible. Tal vez esa sea la consideración que pueda servir de base a una acción ciudadana internacional y colectiva que, sin olvidar las consideraciones prácticas de índole económica que tanto preocupan a los oficiantes de los rituales del capitalismo salvaje, conduzca a que se atiendan a tiempo las últimas advertencias oportunas sobre la posibilidad de evitar una catástrofe que podría sobrevenir cuando ya se hayan ido del escenario todos esos jefes políticos cargados de soberbia e ignorancia, que tanto mal pueden dejar como herencia a la humanidad.

 

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