Normalizados espacios de guerra

Beatriz Vanegas Athías
04 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

No se trata sólo de la arremetida de la posverdad en países como el nuestro, como Estados Unidos, Venezuela, Paraguay, México o Centroamérica. Es decir, de esa verdad mentida y normalizada y vuelta un slogan al mejor estilo de Goldstein, el gran camarada que describe George Orwell en 1984: “Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas: La guerra es la paz; La libertad es la esclavitud; La ignorancia es la fuerza”.

Son palabras que en apariencia suenan normales, es decir, vienen de la norma. Y ya se sabe que la norma es impuesta por alguien y a ese alguien le conviene que exista. En este sentido, quizás las posverdades que más hacen daño tienen que ver con las padecidas por los seres que habitan la periferia literal y metafórica. Me refiero a las mujeres que las han sufrido eternamente y también al excluyente canon literario colombiano que invisibiliza a los habitantes de regiones que no tengan que ver con Bogotá, Medellín y Cali. Porque ni siquiera la llamada capital del Caribe, Barranquilla, se salva.

Posverdades tradicionales como “solterona amargada”; “le falta un machucante para que se le pase lo lesbiana”; “un hijo para que me cuide la vejez”; “un hijo es la felicidad de toda mujer”; “feminazi”; “ya no se le puede decir un piropo”; “hay hombres que también son maltratados” se aceptan como costumbre y no como un tormento que ha acompañado la vida de las mujeres colombianas.

Entonces surge el autoengaño y las sutiles agresiones se deben tomar como un chiste —la esposa, la moza, la cacatúa, por ejemplo— para poder vivir con ese maltrato. Al punto que el maltrato se categoriza incluso como un asunto personal para no convertirlo en político. Pero nada más político que el maltrato a la mujer. Ha dicho el poeta y cineasta Víctor Gaviria a propósito de su más reciente película: “El origen de toda violencia es la violencia contra la mujer”. Nada más certero.

Y en el campo de la literatura es costumbre normalizada que para ser incluido en el canon literario colombiano hay que estar en Bogotá o en Medellín. Acaso quién de Mocoa o de Arauca o de San Andrés figura en las revistas autorizadas por el centralismo para difundir la literatura. Por mencionar sólo un ejemplo: ¿Acaso se conoce más en nuestro país a esa soberbia escritora que es María Matilde de San Andrés Isla que a la mediática Elvira Sastre? Me dirán que no hay punto de comparación, pero sí lo hay: ambas son escritoras, claro que la primera es nuestra isla maravillosamente olvidada y la otra es de la Madre Hispania a la cual seguimos subyugados. La calidad estética de las autoras es un asunto que dejo a los lectores.

Este neologismo llamado posverdad ha asignado una categoría a actos y espacios normalizados para que ocurra la guerra porque son la normalización de una mentira que surge de las emociones, no de las razones argumentadas y con matices: esto es así porque es así, entonces, la posverdad es una verdad tóxica que adquiere un tono peligroso porque la mentira se vuelve tangible y puede matar.

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