Nostalgia de guerra

Augusto Trujillo Muñoz
04 de mayo de 2018 - 04:00 a. m.

Humberto de la Calle denuncia que “se están tirando la paz”. Tiene razón, pero no es la primera vez que ocurre. Otto Morales Benítez denunció lo mismo en los tiempos del presidente Belisario Betancur: “Los enemigos de la paz están agazapados por dentro y por fuera del Gobierno”. En 1983 el propio ministro de Defensa, Fernando Landazábal, se expresó contra el proceso y precipitó su colapso. Hoy los militares respaldan el Acuerdo de Paz, pero los militaristas no.

Parece que el país se hubiera vuelto insensible a la paz. La indolencia, la indiferencia, la irresponsabilidad en la cúpula política y en amplios sectores sociales están generando no solo un drama de incapacidad para la convivencia, sino la tragedia de una nostalgia de guerra. Como Otto Morales entonces, Humberto de la Calle hoy se indigna porque se están tirando la paz. Nadie tiene tanta autoridad como él para decirlo. Fue el orfebre principal del proceso. Su sentido histórico y su sensibilidad democrática le indican que estamos regresando en la historia.

De acuerdo: en 1958, el Frente Nacional reconcilió a los colombianos después de diez años de dictadura y de violencia liberal-conservadora. No solo los guerrilleros liberales, conocidos como “limpios”, sino también los guerrilleros comunistas, llamados “comunes”, que surgieron en el sur del Tolima, entregaron sus armas al Gobierno. El presidente Alberto Lleras y el gobernador Darío Echandía se comprometieron, en serio y a fondo, con la paz, sin buscar nada a cambio. Algunos dirán que aquel era un país distinto y estos, unos dirigentes irrepetibles.

Otros dirán que quienes inicialmente fueron miembros de los grupos políticos alzados en armas se convirtieron en delincuentes vinculados con el narcotráfico. Tienen razón. El narcotráfico contaminó casi a todo el cuerpo de la sociedad colombiana. Hemos tenido narcoguerrilleros, narcosenadores, narcomagistrados, narcoministros, narcoempresarios e incluso narcoeclesiásticos, como fruto de aquella contaminación que dejó su impronta en la cultura nacional. Pero hemos sido relativamente indulgentes con los últimos. No se ve por qué no serlo con los primeros, en medio de un proceso de paz.

Colombia ha vivido una guerra prolongada y, al mismo tiempo, singular. No es una guerra convencional. Por eso resulta ajena, distante, casi extraña para los sectores más privilegiados de las grandes ciudades. Perciben sus efectos como manifestaciones delincuenciales que el propio conflicto estimula. Pero otros nunca tuvieron oportunidad de separar su vida cotidiana de una guerra que cobró siete millones de víctimas. Esos colombianos fueron violentados durante décadas y, ahora, se encuentran con que el proceso de paz puede convertirse en un fiasco.  

Los enemigos de la paz pueden estar en el Gobierno, en la política, en las empresas, en las Farc. No están agazapados, sino erguidos en medio de esta polarización obstinada, que conocidos dirigentes atizan. Es una desventura. En momentos difíciles, propios para pensar en respuestas comunes, preferimos la búsqueda de responsables sobre la búsqueda de soluciones. ¿Qué pasó con la opinión reflexiva y el diálogo como base para el consenso? Parece que nadie quisiera pensar. Tendría razón Carl Jung: “Pensar es difícil, por eso la gente prefiere juzgar”. Pero así no se construye ninguna paz.

*Exsenador, profesor universitario.

@inefable1

 

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