Rabo de ají

Noticias del caserío

Pascual Gaviria
22 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

La música truena en un kiosco a orillas del río Sucio en el departamento del Chocó. A horcajadas sobre las barandas que rodean el amplio kiosco hay tres mesas plásticas acomodadas según un orden sugerente: una amarilla, otra azul y una última roja. No parece haber sido una cuestión del azar ni de los tragos. En dos billares ubicados afuera del kiosco, seis hombres juegan sus suertes entre medias de guaro. Dos policías sirven de espectadores, comentan una jugada, sonríen con su fusil al hombro, señalan una posible tacada. El resto del caserío duerme entre las chicharras silenciadas por el vallenato.

Cerca de 120 personas viven en el caserío que la jerga oficial ha llamado Zona Veredal Transitoria de Normalización y Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación. Nombres intrincados para realidades complejas. Han pasado dos años desde la llegada de los combatientes a un platanal a 15 kilómetros de Belén de Bajirá. Un tiempo largo, una espera quieta. Ninguno de ellos imaginaba que la paz era el tedio; que la reconciliación era algo parecido a pararse frente a la ventanilla siempre morosa del Estado. Más de la mitad de los combatientes se fueron a buscar vida cerca a sus familiares, a intentar aventuras colectivas en otras tierras, a ensayar una azarosa libertad fuera de la escuadra. Han llegado familiares de los que persisten en esa colección de casas de cartón acompañadas de baños comunes, una tienda, dos billares, una cancha de fútbol, un teatro, un sitio de internet y algunas aulas. Las plataneras, matas de maíz y yuca, algunas flores y los corrales dejan ver esos dos años de vida improvisada. La suma de los gatos, los perros y las gallinas superan a los habitantes humanos.

Hasta ahora ha sido imposible armar una cooperativa para buscar un proyecto colectivo. Solo hacer coincidir las firmas con el nombre registrado en las cédulas ha sido un problema insalvable. Encajar en la sociedad, convencer al Estado, lograr que los niños no sean llamados guerrilleros en el colegio no ha sido fácil. Tal vez la relación más fluida hasta ahora ha sido con sus antiguos enemigos a muerte. Los policías que cuidan la zona han terminado con una vida muy similar a los desmovilizados. Ahora se tratan con respeto, hasta con cariño, “ya somos familia”, dicen, y hasta los abismos ideológicos se han ido cerrando.

El reclamo recurrente es tan viejo como el conflicto que terminó. “¿Para qué vamos a gestionar un proyecto si no tenemos tierra, dónde lo vamos a desarrollar, en la cabeza?”. Saben que viven en arriendo y que en enero se acaba el contrato entre el Gobierno y la “dueña” del caserío. La tierra donde están tiene, para que nadie se extrañe, un proceso de restitución. Los tiempos se hacen eternos mientras el megáfono comunal anuncia la llegada de las pipetas de gas. Las discusiones de la comunidad se parecen mucho a las de las familias recién llegadas a vivir a edificios con apartamentos de interés social en las ciudades: fiaos en la tienda, problemas por el ruido, reclamos por el uso de espacios o proyectos comunes. Asuntos más del Código de Policía que del estatuto antiterrorista.

En medio de la vida civil los más jóvenes parecen disfrutar de una libertad desconocida, como si hubieran llegado súbitamente a la mayoría de edad. Ahora pueden moverse “en la medida de su pobreza”, según las palabras repetidas por un joven de Curvaradó con unas cervezas encima. Quienes sumaron más años en la guerra viven con cierta resignación, con una esperanza algo más menguada, tirando al aire el ficho que el Estado les entregó para esperar el turno de una nueva vida.

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