A mano alzada

Notre-Dame e Ise: dos mundos

Fernando Barbosa
21 de abril de 2019 - 07:30 a. m.

Indescriptible la conmoción ñ de ver a Notre-Dame de París derritiéndose por el fuego en pocas horas. Una catedral que, al igual que el arquetipo de la cultura occidental, desafía la eternidad. Somos herederos de una soberbia inaudita que nos adueña del infinito sin entender su sentido. Pero así hemos sido construidos. Las llamas quizá pretendían purificarlo todo para permitirnos una recompensa al día siguiente: la luz del sol convertida en arcoíris en uno de los charcos que dejó el agua que llegó a socorrer un nuevo amanecer.

Al otro lado del mundo, en Japón, Ise Jingu, el mayor santuario sintoísta, es destruido y reconstruido cada 20 años desde que lo ordenó la emperatriz Jitô en 689. Allí está entronizada Amaterasu Ômikami, la diosa del sol, raíz de la casa imperial reinante. Esta condición hace del santuario algo muy especial para la familia del emperador, que tradicionalmente ha sido la guardiana del lugar. Hoy, la gran sacerdotisa es Sayako Kuroda, hija del emperador Akihito y quien ostentaba el título de Princesa Nori antes de contraer matrimonio.

Tal como lo describe F.G. Bock, en The Rites of Renewal at Ise, Monumenta Nipponica 29:1, “los templos de los dioses del Olimpo yacen en ruinas, testimonio destrozado de una gloria ahora extinta y una fe ahora fría. Pero en Ise, los majestuosos bosques albergan un grupo de edificios de madera sin adornos que se han reconstruido cada veinte años desde finales del siglo VII de nuestra era”. Edificios que, además, no tienen un solo clavo.

Tanto la catedral como el santuario están rodeados por el agua. La primera por el Sena y el segundo por las aguas cristalinas del río Isuzu. Ambos quizás signados por Heráclito: todo fluye. Y los dos dedicados a un culto femenino: María y Amaterasu. Ise sabe que no durará más de 20 años y que mantendrá sus puertas cerradas al público. Notre-Dame insistirá en la inmortalidad y seguirá acogiendo a sus visitantes. Aun así, no encontramos la síntesis entre lo eterno y lo efímero.

El bonzo budista Saka, que conocía bien la importancia política y cultural del sitio, llegó como peregrino a Ise en 1342 y allí fue consciente de las profundidades que se esconden en la edificación cuya construcción dura varios años. La cresta y las tablas cruzadas guardan varios secretos además del símbolo de la deidad, mientras el centro o pilar del corazón, al que se refiere el festival Yamaguchi, se nutre de mensajes esotéricos. Nada extraño, pues lo mismo podría decirse de los enigmas y misterios insondables que viven cual fantasmas en Notre-Dame, como el Pilar del Barquero del templo de Júpiter descubierto en 1710.

Al observar la oquedad que deja Notre-Dame, recuerdo a otro poeta peregrino afecto a Ise Jingu. Monje budista, como Saka, no podía acercarse al santuario por su condición religiosa, lo que lo obligó a contentarse con verlo desde lejos. Saigyô (1118-1190, fechas que coinciden con el inicio de la construcción de la catedral) escribió estos versos que hoy pueden ser nuestros intérpretes: “Ensimismado / pienso en el tiempo que todo lo muda: / oigo golpear / la campana del monasterio… sondeo / más a fondo su tañido y mi tristeza”.

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