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Novelar y enseñar

Tulio Elí Chinchilla
22 de marzo de 2012 - 11:00 p. m.

Algunas novelas de Germán Espinosa —a quien no se ha tributado merecido reconocimiento (injustamente desconocido para la mayoría de colombianos)— son excelente medio para aprender historia y filosofía.

Aunque carezcamos de tiempo para consultar los grandes textos históricos (Heródoto, Suetonio, Churchill) y de formación profesional para abordar pensadores de la talla de Platón, Aristóteles, Kant, podemos, en cambio, encontrar en ciertas obras literarias un recurso pedagógico para disfrutar esos saberes superiores.

En la novela El signo del pez (1987), el cartagenero Germán Espinosa nos ofrece exquisitas lecciones sobre los orígenes del cristianismo, el contexto cultural en que éste surgió y sus fuentes nutricias. Y nos lo enseña de manera vital, poética, humana (conmovedora a veces), gracias a una recreación literaria de la vida de Saulo de Tarso (San Pablo para los cristianos) en su propósito de divulgar la fe y la visión evangélicas del mundo, en los albores de nuestra era.

La novela muestra facetas no muy conocidas (poco resaltadas por exégetas religiosos) del “tarsiota”: no es el sencillo pescador que siguió al Maestro sino un judío experto en “la Ley”, ciudadano romano y profundo conocedor de la filosofía griega en toda su riqueza. Germán Espinosa aprovecha las cavilaciones teológico-morales de su espiritualmente torturado personaje para acercarnos, con mano amable, a la teoría platónica de las ideas y de la Idea única, suprema, concepto unificador.

Así mismo, devela la íntima influencia de la concepción estoica sobre la visión evangélica y el punto de encuentro entre ambas: la idea de un logos (verbo) o razón universal de la que todos los seres humanos participamos en igual medida y que nos hace poseedores de una dignidad en el cosmos. Nos alerta sobre la diferenciación planteada, tanto en textos griegos como judíos, entre tres esferas incorpóreas del hombre: la vida, el alma y el espíritu. Gracias a esta vívida pintura novelada del mundo intelectual antiguo comprendemos mejor la diferencia radical entre las dos grandes formas de pensamiento que han alimentado, como fuentes, la cultura occidental: la racionalidad griega, conceptual, lógica, y la elaboración mítico-religiosa judía, mutada luego esta última a credo universalista cristianismo.

Como novela, El signo del pez fabula sobre la vida de Saulo de Tarso; se permite licencias —legítimas en el arte— para aventurar conjeturas poco demostrables. Nos presenta a un Saulo adolescente, bajo la tutela de Aspálata (hetaira ateniense), interpelando a los estoicos de Tarso, dialogando con filósofos herederos de Platón en la supérstite Academia ateniense. Ensaya una explicación de la difusión rápida del cristianismo en pueblos no semitas, especialmente en Roma, y algún pasaje satisface la curiosidad sobre las diversificadas preferencias sexuales de los griegos.

Esta obra retoma el fascinante ejercicio de novelar el pensamiento culto y la historia intelectual, ya iniciado en La tejedora de coronas (1982), en la que Genoveva Alcocer, chica cartagenera, participa, al lado de Voltaire, del ambiente cultural precursor de la Revolución Francesa.

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