Nuestro Premio Nobel de Caricatura

Maureen Dowd
06 de mayo de 2018 - 02:00 a. m.

Washington - De aquí a Oslo, nadie puede creerlo.

Los legisladores republicanos están promoviendo a Donald Trump, el hombre más combativo del universo, para que sea nominado a un Premio Nobel de la Paz. ¿Qué tan inimaginable es esto?

Tan solo hay que imaginar a un personaje de caricatura extremadamente hirsuto y que se irrita a la menor provocación, galardonado con una medalla de Alfred Nobel en la que se lee “Pro pace et fraternitate gentium” (“Por la paz y la hermandad de los hombres”).

“Aquel hombre que dijo que podía ser tan presidencial como cualquier presidente excepto Abraham Lincoln es, en cambio, tan presidencial como Sam Bigotes”, dice su biógrafo Tim O’Brien. “De verdad creo que es como Sam Bigotes, saltando por ahí furioso, apuntando sin control su arma, a veces a su propio pie. Estuvo tan desquiciado y vociferante en la llamada que hizo a ‘Fox & Friends’ esta semana que incluso los conductores querían sacarlo del aire”.

Sin embargo, el senador Lindsey Graham, que alguna vez tachó a Trump de ser “un chiflado”, “loco” e “inepto para el cargo”, le dijo a Fox News el viernes: “Donald Trump convenció a Corea del Norte y a China de que se tomaba en serio contribuir al cambio. Aún no lo logramos, pero si ocurre, el presidente Trump se merecerá el Premio Nobel de la Paz”. Esta es la parte que haría delirar a quienes odian a Trump: en caso de que pueda desnuclearizar a Corea del Norte, se lo merecería más que Barack Obama cuando le dieron ese premio segundos después de haber iniciado su periodo presidencial.

Además, Trump se lo merecería más que Henry Kissinger, que ganó el premio en 1973 por sus esfuerzos para poner fin a la guerra de Vietnam, después de convencer en privado a Richard Nixon de que la continuara durante años y mientras bombardeaban Camboya en secreto.

Si ganara, Trump tendría derecho a afirmar que es una victoria personal, pues diezmó al Departamento de Estado hasta el punto en que nos preguntamos si los internos en Foggy Bottom le dieron forma a la política de Corea del Norte.

Sería una paradoja: el hombre que tantos estadounidenses detestan y consideran un villano pintado como el que logró dominar a un miembro fundador del Eje del Mal.

Desde luego, podría pasar cualquier cosa digna del Dr. Strangelove cuando el Pequeño Hombre Cohete y el Viejo Chocho se reúnan, dado que ambos Amados Líderes viven en mundos fantásticos y extraños con cortesanos serviles, donde abundan las mentiras y los engaños. (Hasta ahora, Kim Jong-un le gana a Trump en la categoría de la procuración del servilismo, pues mandó matar a su tío, entre otras razones, por aplaudirle sin entusiasmo).

Pero al tiempo que Trump estaba ayudando a terminar la guerra coreana —¿la situación se merece un episodio especial de “MAS*H?”—, prometía que Irán “pagará un precio que pocos países han pagado” si amenaza a Estados Unidos de cualquier forma.

No obstante, por ahora, la peculiar forma de diplomacia de Trump —una mezcla de beligerancia, bravuconería, insultos e ignorancia de la historia— de alguna manera ha generado un posible avance en Corea del Norte que se les escapó a sus predecesores.

De Chappaqua a Hollywood la gente tampoco puede creer que esté surgiendo la idea inimaginable de que, a pesar de la falta de juicio moral y político de Trump y a pesar del hecho de que ha empañado la presidencia con su desagradable acoso, la utilización del tema de la raza, los tuits descontrolados y las tendencias autoritarias, podría ser presidente durante un segundo periodo.

Los demócratas se apresuran por todo el país, yendo a las votaciones en elecciones especiales con gran entusiasmo, animados por mujeres empoderadas cuyo impulso es el desagrado que sienten por el Manoseador en Jefe que hasta ahora no ha rendido cuentas.

Se muestran optimistas de que pueden convertir el odio a Trump en una gran ola demócrata en las elecciones de mitad de periodo y recuperar la Cámara de Representantes o quizá incluso el Senado y por fin vengarse de la Amenaza Naranja.

Lo extraño es que unas elecciones intermedias benéficas para los demócratas podrían ser de ayuda para Trump dentro de dos años si recuperan las riendas del Congreso y van demasiado lejos, como suelen hacerlo los demócratas.

En 1998, los republicanos pagaron el precio de promover la destitución de Bill Clinton, y Clinton recuperó popularidad.

En cuanto a la contienda presidencial en 2020, los demócratas parecen estar repitiendo el error que cometió Hillary Clinton: contar con que el terrible comportamiento de Trump les hará el trabajo (y con la rectitud de Robert Mueller).

No están formando un grupo reluciente de contendientes presidenciales ni perfeccionando un mensaje seductor que pueda traerles de regreso a los electores distanciados que votaron por Trump solo porque prometió transformar el sistema.

Su liderazgo y sus principales opciones de candidatos presidenciales simbolizan el pasado, no el futuro, por lo que deberían actuar como eminencias grises dando la bienvenida a una nueva generación estimulante, no como los mismos personajes de siempre con sus oportunidades desaprovechadas dominando el juego mientras todo el partido se inclina a la izquierda… otra complicación en una elección nacional en la que se debe apelar a una gran franja de electores.

Los demócratas están confiando en que Trump se autodestruirá. En efecto, le encanta empezar su propio auto de fe e incriminarse. Sin embargo, el deleite de los demócratas en esa situación los distrae de trabajar para levantarse de las humillantes cenizas de 2016 con ideas y mensajeros nuevos y dinámicos.

“Estamos hablando de una persona que es psicológica y categóricamente distinta de cualquier presidente anterior”, dice Michael D’Antonio, biógrafo de Trump. “Podría ser el estafador más exitoso de la historia a la cabeza del país más poderoso en la historia. Ha prevalecido de una manera en que ningún otro mentiroso lo ha hecho”.

“Está dándole forma al comportamiento de gran parte del mundo, metiéndose en la cabeza de la gente. Es como Cambridge Analytica. Sabe cómo determinar los intereses, gustos o aversiones de la gente y ante qué reaccionan, y después se comporta de una manera que cambia el curso de las cosas”.

“Esperar que sea diferente o menos desquiciado solo nos convierte a nosotros en los locos. Su comportamiento se hace más atroz, fuera de control y florido conforme persiste la presión sobre él. Y solo se pondrá peor”.

Eso es reconfortante.

(c) The New York Times 2018.

 

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