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Obsecuencia y retórica

Piedad Bonnett
16 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Son muy fáciles de reconocer: la asistente que corre a acomodarle la silla a su jefe; el que calla, sumiso, cuando el poderoso opina, aunque discrepe de él; el que se muestra zalamero con el famoso, aunque lo mire con desdén. Se es obsecuente por oportunismo, debilidad, arribismo o miedo. Por lo que sea, en la obsecuencia hay algo indigno, que escandaliza. Shakespeare, que inventarió todos los defectos humanos, la representó en el cortesano Polonio, que le sigue la corriente a Hamlet sin atreverse a contradecirlo. Su servilismo es patético.

Un ejemplo de obsecuencia lo dio López Obrador cuando, en visita a los Estados Unidos, se postró ante Trump, quien desde que subió al poder se ha dedicado a denigrar de los mexicanos llamándolos violadores y delincuentes. Sin el menor asomo de dignidad, AMLO dijo frases como: “Hemos recibido de usted comprensión y respeto”, o “usted nunca ha buscado imponernos nada que viole o vulnere nuestra soberanía”.

El presidente Duque no sólo ha sido incondicional de Trump sino del presidente eterno, a quien salió a defender sacrificando la dignidad de su investidura. Pero ese episodio tuvo un segundo acto del que poco se ha hablado: en la conmemoración del Día del Ejército Nacional, fue dando pasos para comparar veladamente a Uribe con Bolívar —como su copartidaria Paloma—, en un gesto que los muestra igual de populistas que a los miembros del chavismo. En su discurso recordó que “quien labró la libertad” tuvo que marcharse a Santa Marta lleno de insultos, de acusaciones, de frases impropias…”. Y cómo, “en esos momentos de tristeza incomprensibles” —como el señor de El Ubérrimo—, Bolívar le dijo a O’Leary que “en la historia, las estatuas se les hacen a los calumniados y no a los calumniadores”. “Con esa entereza propia de quien no busca vanidades ni honores melifluos, sino la gloria de la patria, el Libertador marchó solo, con tristezas pero al mismo tiempo con la certeza de las conquistas”.

Duque usó, además, una retórica que sería solo ampulosa y vacía si no tuviera serias implicaciones: en un momento en que es evidente que hay una crisis moral dentro del Ejército, y después de un episodio infame como el de la violación de la niña embera por parte de soldados, no hizo ni la más mínima alusión a la necesidad de ser implacables con la corrupción o sobre el respeto de los derechos humanos. De la misma forma velada en que consagró de héroe a Uribe, habría podido exigir que el Ejército sea implacable y severo con los que desde adentro lo desprestigian. En cambio se dedicó a endulzarles el oído a las tropas: “Es justamente en esta ceremonia donde sale a relucir la estirpe y la estampa de nuestro glorioso Ejército Nacional. Un Ejército que se reinventa, que se renueva, que se remoza…”. O: “Esas son las fuerzas que saben gritar el ‘ajúa’ que plasma en el alma del soldado el sentido de darlo todo por el honor de servir al prójimo y que también acompañan en el espíritu del Dios y Patria…”, etc. Montón de frases vacuas y lugares comunes, que son un aval incondicional a una institución que amerita repensarse. La palabra de un estadista debería ser poderosa, original, estimulante pero crítica. Pero la obsecuencia riñe, infortunadamente, con la palabra verdadera.

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