Por ser bogotana y nacida en octubre, mi memoria está llena de aguaceros que incluso recibían nombre: el “cordonazo” era, en la tradición rola, el momento épico en que se rompían las aguas del cielo cerca al día de san Francisco y empezaba la segunda temporada de lluvias en Bogotá, más o menos sincrónica con el resto del país andino y caribe. Con los años aprendí que el clima llanero funcionaba a la inversa y a partir de octubre todo empezaba a secarse, con lo cual siempre habría cosechas suficientes para todo el país, combinando ecologías.
Pero este octubre ha sido diferente. Aun sin muchos sensores, mientras otras regiones del país se inundan y aparece la alerta del fenómeno de La Niña, ese personaje transgénero multianual “hije” de los cambios de temperatura oceánica del Pacífico, es fácil percibir que no llegan los aguaceros proverbiales. Revisando en retrospectiva los pronósticos, nada se ha cumplido y aunque los nubarrones se acumulan, pasan. La estación hidrometeorológica del aeropuerto señala pluviosidad acumulada de 2,5 mm, para el día 25. A duras penas unos goterones sueltos, cuando el promedio mensual oscila alrededor de 111 mm y se reportan 19 días pasados por agua. Tal vez cuando esta columna se publique el 29 algo haya pasado, ojalá no un desastre que en dos días equilibre cifras, como funcionario contratando al final de una vigencia.
Los municipios del occidente de Cundinamarca se agrietan entretanto, esperando que las tormentas del valle del Magdalena tengan piedad y suban agua de las ciénagas a los páramos, a ver si además de mojar el suelo renueva los ríos que bajan del escarpe a la cuenca del Gualivá, del río Negro, y remoja cafetales y cañaduzales. Pueda ser que las lluvias no decidan caer todas juntas, sin embargo, pues recordamos aún la tragedia de Útica y en el paisaje se acumulan las huellas de avalanchas y avenidas torrenciales de milenios, ya letales en tierras más forestadas y menos incendiadas que las de hoy.
Lo más paradójico es ver el mundo mágico de los servicios privados de “predicción” del clima: con un manejo mucho más sofisticado de los datos públicos (todo o casi todo proviene de las estaciones del Ideam, pagadas con impuestos), mantienen en las redes los escenarios derivados del análisis automatizado de las series pluviales del pasado, con las cuales previenen a los viajeros despistados del futuro promedio que les espera: si durante 40 años siempre ha llovido el 15 de octubre en horas de la tarde, saque paraguas si va a caminar por La Candelaria… En promedio todos somos ricos, estamos sanos y esta noche tomaremos sopa: la estadística al servicio de la creación de normalidad, aquella sensación políticamente conveniente de que, en realidad, nada pasa y todo funciona relativamente bien. Peor aún, reafirmando la nostalgia como referente de bienestar, algo que comienza a volverse preocupante en muchos discursos que apelan al pasado imaginario para inventar una tradición, como la de aquella ciudadana que en medio del Amazonas recomendaba un brebaje de hierbas “ancestrales” contra el COVID-19: yerbabuena, limón y jengibre en agua de panela.
En prolegómenos electorales y casi pos-COVID, crecerán las referencias a la “naturaleza” como fuente de legitimación moral de las campañas, inventando paisajes inexistentes en el pasado, apelando a la flaca, selectiva y maleable memoria de las personas, convenientemente mal educadas para creer que el cambio climático y la sequía son culpa de la oposición, las empresas, los amantes. Yo entretanto, nostálgica, esperaré sentada al cordonazo… de noviembre.