Oda a una compañera de vida

Isabel Segovia
21 de marzo de 2018 - 06:00 a. m.

Hace dos meses, Mila, nuestra perrita de 11 años, murió. Fue casi de repente, estaba achacosa, pero no tenía ningún mal que la fuera a matar pronto. Convulsionó una, dos y tres veces y la tercera le generó un daño sistémico del cual no logró salir. Al parecer tenía un tumor en la cabeza, aunque nunca sabremos exactamente qué fue lo que se la llevó. Mila no se dejó dormir. Como todo lo que hacía, se fue elegantemente, en casa, con nosotros, asustada, pero evidentemente feliz de estar acompañada. En una de las largas noches que estuvimos velándola mientras se apagaba, se durmió con mi esposo calmándola, y cuando él despertó ella ya se había ido.

Mila llegó a la casa después de que regresé de una temporada fuera de Colombia. Justo antes de irme había tenido mi primera “pérdida” perruna; me había divorciado y por la separación y mi partida, mi perra Mafalda se quedaría desde ese momento con mi exmarido. No concibo mi vida sin perros, así que cuando regresé me puse a buscar uno. Di muchas vueltas tratando de encontrar unas razas muy particulares, hasta que un buen día fui a la Asociación Protectora de Animales a adoptar a Mila. Ella estaba en una jaula con dos cachorros, sus hermanos. Cuando pasé, se paró encima de ellos y se me acercó, al final fue ella la que me escogió.

Unos años después llegó a casa Pepa, la perra más consentida y amorosa que conozco. La rescatamos de un taller del barrio Siete de Agosto, donde la maltrataban. Mila, que por el nacimiento de mi hija había perdido el reinado en la casa, la adoptó inmediatamente y se convirtió en su amiga, compinche y prácticamente en su mamá. Se acompañaron hasta el día que murió Mila.

Soy una amante absoluta de los animales y, evidentemente, completamente perruna. Estoy convencida de que los lazos generados desde siempre entre los humanos y los perros le han convenido enormemente a la humanidad. Los perros y su cercanía nos han hecho mejores personas, mejores seres humanos. Para mí, una medida clara de desarrollo y civilización en una sociedad es la forma como trata a sus animales.

En Colombia cada vez hay más conciencia sobre el tema, leyes y organizaciones que velan por su protección y por eso adoptarlos se ha vuelto fácil. Cuando se acoge un perro, uno se cree redentor, pero al final el redimido es uno; la vida con ellos es una vida acompañada, querida y completa. Sin embargo, tener perro implica una enorme responsabilidad y por eso no siempre se puede. Los perros son grandiosos, pero requieren cuidado, cariño y mucho compromiso. Cuando se decide tener uno, se está asumiendo un compromiso de vida, por eso no debe ser una decisión tomada a la ligera. Confieso que las personas a las que no les gustan los perros me generan un poco de desconfianza, pero a las que sí considero muy malas, son aquellas que los maltratan o abandonan. Son personas con pobreza de alma.

Por estas últimas, hace unos días llegó Coco a casa, una perrita negra, adorable. Su llegada ha sido un poco prematura, pues ni los humanos de la casa, ni Pepa, hemos terminado el duelo de Mila. Sin embargo, a Coco la dejaron abandonada en la puerta de un supermercado y necesitaba una familia que la acogiera. Así que está en casa y, como Mila y Pepa, estoy segura de que no la salvamos nosotros, sino que será ella la que nos rescatará de la tristeza.

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