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Andrés Hoyos
02 de diciembre de 2015 - 02:24 a. m.

Decía Oliver Sacks, ya en garras del cáncer terminal que poco después lo mataría, que el cambio climático había dejado de ser su problema e iba a dedicar sus últimos días a los amigos, la familia y los recuerdos personales.

Para la fecha que pongo en el título, yo cumpliría 100 años si estoy vivo, eventualidad en extremo improbable. Antes de ello quizá me llegue el momento de Oliver Sacks, para no hablar de la versión más radical del general Hermógenes Maza, quien se fue dando un portazo.

Pero dejemos el futuro personal en manos del destino y digamos que lo que ahora se discute en el COP21 de París nos concierne a quienes aún no hemos sido víctimas de un fulminante decreto de caducidad. Pese a los lemas publicitarios y al símbolo de los 2°C, los científicos todavía no se ponen de acuerdo sobre aspectos cruciales del futuro del clima. Es normal, pues tienen la perspectiva del miope: ven bultos, no detalles. Un bulto puede ser A o puede ser B. Sobra decir que llevamos milenios tratando de inventar unas gafas que nos permitan ver el futuro, sin éxito.

De ahí que el enfoque ético me parezca más sólido que el profético: hay que ser precavidos porque entre esos bultos que no vemos con precisión podría esconderse una catástrofe planetaria. El imperativo categórico de Kant siempre me pareció una alucinación. Igual, quien despilfarra recursos, construye suburbios dispersos, emite gases dañinos y trae demasiados hijos al mundo es uno, así sea imposible establecer la conexión entre el individuo y la totalidad del género humano.

Los cambios que se necesitan no pueden ser inmediatos, lo que los hace indigestos para la política electoral. El político exitoso de hoy quiere más recursos, así provengan de unas minas de carbón, y quiere repartir regalías, así haya que destruir páramos para generarlas. Por lo demás, no existen políticas sin inconvenientes, como pretenden los ingenuos. Lo importante es que el beneficio exceda con mucho al daño.

Todo lo anterior tiene que desembocar en una suerte de programa mínimo ambiental que defina unos caminos pragmáticos para su implementación. Enumero algunos puntos que, a mi juicio, son fundamentales:

• Los Estados deben crear las condiciones para el cambio y liderarlo. La economía de mercado no lo hará sola. Pero si los empresarios no participan en el proceso, no se llegará a ninguna parte. Para un empresario debe ser rentable favorecer el medio ambiente.

• La medida más importante que se puede tomar es imponer un impuesto creciente a la emisión efectiva de gases de efecto invernadero.

• La tecnología desempeña un papel clave, así que es preciso acelerar los procesos de investigación y desarrollo, tantos estatales –ojalá lo más internacionales que se pueda–, como privados.

• Hay que crear un club de países ambientalmente responsables. Pertenecer a dicho club y cumplir con sus exigencias debe resultar muy atractivo para cualquier país, grande o pequeño, rico o pobre.

• Hay que desechar viejos paradigmas. Por ejemplo, los que se oponen a los cultivos transgénicos, a la energía nuclear o a la hidroeléctrica.

• Deben revisarse viejos prejuicios, como la supuesta bondad ambiental de los biocombustibles o los presuntos perjuicios de la urbanización ordenada y densa.

• Hay que insistir en la educación, sobre todo la de las mujeres, por ser la mejor vía para racionalizar la natalidad.

andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes

 

 

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