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¡Acetaminofén para todos!

Valentina Coccia
08 de abril de 2016 - 03:12 a. m.

(Una receta del doctor Kuzmá Yegórov)

Anton Chejov, renombrado cuentista y dramaturgo ruso, también ejerció la medicina durante toda su vida, tanto que murió en 1904 contagiado de tuberculosis a causa de atender los graves casos de esta enfermedad. Chejov, siendo un retratista psicológico de la sociedad decimonónica rusa, y un médico renombrado entre sus pacientes, tuvo la posibilidad de explorar y de representar con ironía y sátira la figura de los discípulos de Esculapio. En la obra de Chejov, el médico es retratado en parte como una figura neutral de los conflictos sociales, en parte como aquel que conoce los más profundos secretos de las familias pero también como esa figura que no forma parte de ningún tipo de círculo. Debido a que se mueve en este espacio, el médico chejoviano es también una figura que se pronuncia sobre el destino de la humanidad, que toma radiografías precisas sobre cuáles serán las sentencias del mundo. Esta característica hace de la figura del médico el promotor del aburrimiento, del desgano y de la apatía hacia la sociedad y la cultura del momento.

Esta semana estuve leyendo una colección de cuentos de este fantástico autor, y me llamó la atención que además de constituir una verdadera rusopedia, los cuentos de Chejov traspasan todos los límites del espacio-tiempo. De hecho, la figura del médico, por el hecho de ser el pronunciador de sentencias y el más férvido representante de l’ennui, es también la viva imagen de la desatención por el deterioro de la vida. En uno de los cuentos, titulado Esculapios Rurales (publicado en 1882), nos encontramos con las simpáticas figuras de los practicantes de medicina Kuzmá Yégorov y Gleb Glébich. Chéjov hace una fotografía cotidiana de la atención médica en un pequeño hospital rural, en el que Yégórov atiende la consulta tomando despreocupadamente un café con achicoria y Glébich refunfuña tomando los datos de los enfermos que esperan para ser atendidos. Los dos personajes, malhumorados y ociosos, se limitan a pronunciar diagnósticos generalizados y a recetar para todos los males el mismo medicamento: “-¡Debe ser un catarro!- (dice Glébich) –¡Dele usted olium ricini y amoníaco! (dice Yégorov)”. Además de esto, los personajes atienden con más premura a los pacientes adinerados, mientras que a los pobres muzhiks, habitantes de las isbas, los tratan con desdén e indiferencia. 

Más allá de la misma figura del médico, el cuento Esculapios Rurales hizo que me preguntara cuál es el verdadero problema de nuestras instituciones destinadas a la salud. Chejov, como retratista de la sociedad rusa del siglo XIX, nos presenta una situación que se asemeja mucho a lo que vivimos hoy en día en las instituciones médicas colombianas o en los servicios de salud de otros países y contextos. ¿Podríamos justificar entonces las deficiencias de estos servicios a través de las leyes o del aparato estatal? Como se muestra en el cuento, y en la obra más amplia de Chejov, la profesión médica es un oficio que se encara diariamente con la muerte y con el deterioro de la vida. Uno de los grandes retos de los profesionales de la medicina es vivir cotidianamente en estas condiciones, que a nivel personal y emocional implican un reto gigantesco. Aunque el autor contesta ampliamente a la discriminación social que se ve en las instituciones, también le atribuye las deficiencias a lo retador de la profesión, que termina deteriorando la “humanidad” con la que los médicos encaran los problemas de los pacientes. ¿Se trata entonces de verdadera desatención o más bien sobre una silenciosa conciencia del final de la vida? De ahí que el médico de la EPS marque en el recetario la palabra “acetaminofen”, como Kuzmá Yégorov marcaba la palabra “bicarbonato” o “amoníaco” en las tristes páginas de todas sus recetas.
 

 

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