Al borde de la paz

Sergio Otálora Montenegro
25 de junio de 2016 - 02:00 a. m.

Más allá de los esfuerzos del uribismo por descarrilar el frágil tren de la paz, el espejo en el que debemos vernos, una y otra vez, es en el de la triste realidad de El Salvador.

Uno de los países más violentos del planeta, por esa combinación letal de narcotráfico, pandillas y pobreza, logró ponerle fin a sus diez años de guerra civil mediante una negociación con la insurgencia del FMLN que concluyó en 1992 con los acuerdos de paz de Chapultepec. A pesar de las masacres y de crímenes como el de monseñor Romero, esa guerra no tuvo los niveles de degradación de la colombiana.

Llegamos al borde la paz después de medio siglo de una confrontación larvada que se metió a fondo en el tejido social e, incluso, en nuestro imaginario. Una de esas aristas de la ignominia –el narcotráfico-se ha vuelto materia prima del melodrama, a pesar de que, en la realidad de todos los días, sigue siendo factor profundo de desestabilización. Esa plata que llega a los bolsillos ya no de los carteles, sino de grupos de delincuencia organizada, alimenta pandillas, neo paramilitares, mercenarios y, por supuesto, a la guerrilla, una parte importante de ella en tránsito hacia la vida civil.

Pero después de la firma definitiva de los acuerdos de paz, en territorio colombiano, los aparatos criminales que operan en las regiones seguirán en pie, al igual que la mentalidad cerrera de aquellos hacendados-chalanes que, montados en sus caballos de fantasía, buscarán cerrarle el paso, a toda costa, a aquellos que toda la vida han considerado una amenaza. Ya lo hicieron con la ayuda del paramilitarismo y sus cómplices dentro de las Fuerzas Armadas. Ahora, con el proceso de desmonte de las estructuras militares de las FARC y la entrega de armas, será interesante ver si ellos también se unirán al espíritu de reconciliación.

Con el negocio global del narcotráfico generando pingües ganancias y sus tentáculos financieros metidos, de manera directa o indirecta, en el aparato productivo; con los ejércitos de campesinos y de marginales urbanos dedicados a los cultivos ilícitos o al comercio al menudeo de estupefacientes, habrá que ver qué nos inventaremos para resolver esa contradicción. Es un hecho, por ahora: sembrar coca y amapola sigue siendo demasiado rentable.

En el Salvador, ya van casi siete años del FMLN en el poder y no ha resuelto esa otra violencia, la social, la de la criminalidad rampante, la de la pobreza sin remedio. La buena noticia, sin embargo, es que esa misma insurgencia, en la civilidad, ha gobernado sin grandes sobresaltos institucionales.

Colombia es tierra demasiado fértil para la formación de ejércitos al margen de la ley. Y es terreno también propicio para le exclusión social. Esa es la lección que nos ha dejado nuestra propia historia de ignominia.

Ahora nos cae esta noticia maravillosa del fin de la guerra. Nací en la transición del bandolerismo a la insurgencia armada de fierros y de la utopía socialista. Viví la frustración pertinaz de 32 años de intentos fallidos por lograr la paz. Ahora, Santos y Timochenko se dan la mano y los dos proclaman la inutilidad de las armas para resolver nuestras profundas diferencias.

No me queda más remedio que recordar a tantos que murieron soñando este día, y llenarme de esperanza para que mi hijo pueda al fin recorrer ese país que alguna vez quise que también fuera el de él.

@sergiootalora
 

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar