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“Aquello estaba deseando ocurrir”

Javier Ortiz Cassiani
29 de noviembre de 2015 - 02:00 a. m.

El próximo 1 de diciembre se cumplirán 60 años del día en que Rosa Parks, una mujer negra de Alabama, se negó a levantarse del lugar que ocupaba en el autobús para cederlo a una persona blanca y dirigirse a los asientos de atrás como determinaba la ley en los Estados Unidos.

 

 

Analizar este gesto como un asunto meramente providencial —como escribió un columnista de este diario hace algunos días—, es lo mismo que creer que Newton descubrió la ley de la gravitación universal porque azarosamente le cayó una manzana en la cabeza.

Si no hubiera sido Rosa Parks, hubiera sido cualquier otro sujeto negro: un obrero, un músico de jazz, un deportista… Hubiera sido cualquier otro gesto: negarse a usar el baño destinado para las personas negras y utilizar el reservado para los blancos, entrar por la puerta principal de un hotel de lujo, ingresar al cine por la puerta de los blancos… Hubiera sido en cualquier otro lugar: un restaurante, el lobby de un hotel, un baño, el cine... Y con seguridad, también se habría convertido en un símbolo de las luchas afroamericanas por los derechos civiles. La cosa se venía formando desde hacía rato, de modo que existían las condiciones para que un incidente de ese tipo sucediera en algún momento. Como la frase atribuida a Marco Aurelio, “aquello estaba deseando ocurrir”.

Más que hablar de un acontecimiento azaroso que transformó la vida política de los Estados Unidos, sería más acertado resaltar las condiciones sociales previas que convirtieron a una humilde modista, en uno de los emblemas más fuertes del movimiento negro en los Estados Unidos. Las cosas no se inventan hasta que las sociedades no están preparadas para que se inventen. Nadie se levanta de súbito por la mañana —a menos que sea un personaje de cómic— diciendo que hará una revolución.

La epifanía funciona como argumento literario o como recurso cinematográfico, pero los hechos en la vida real, por lo regular, se dan de otra manera. Seguramente, una Fermina Daza real, no literaria, habría juntado paulatinamente los argumentos para su desencanto del amor epistolar con Florentino Ariza, y la decepción no le habría llegado de sorpresa, como una ráfaga, el día en que se lo encontró sorpresivamente, frente a frente, en medio del bullicio del mercado de Cartagena de Indias, y le descerrajó aquella frase lapidaria: “No, por favor. Olvídelo”.

Tarde o temprano César, con sus tropas, habría cruzado el río Rubicón, habría entrado a Roma, pondría fin a la República, y contribuiría a determinar el destino de la política europea por los siguientes siglos. Ese 1º de diciembre, Rosa Parks, hablaba con la voz de todos los negros. Había miles de Rosa Parks agazapadas en los asientos traseros de los buses, arrinconadas en las cocinas, entrando por las puertas traseras de los hoteles y clubes, con el descontento anidado en el cuerpo, y en algún momento, de alguna u otra forma, la insatisfacción reclamaría espacio para volar.

Ese destino venía moviéndose, tomando su cauce, creando las condiciones, haciendo posible que ella o alguien más se volviera ícono del proceso. Aquella tarde del 1º de diciembre de 1965, todos los afroamericanos estaban sentados en la silla que ocupó Rosa Park, y se levantarían para que las cosas empezaran a cambiar.

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