Bogotá en carrito

Tatiana Acevedo Guerrero
29 de enero de 2017 - 03:15 a. m.

Dice un experto que las tres fortalezas que hoy en día tiene Bogotá como destino turístico son su oferta de compras, la amabilidad de sus gentes y su arquitectura urbana color ladrillo.

Un columnista de tradición explica que mientras Chicago es de concreto y New York de acero, Bogotá es de ladrillo. Otro les agradece a los arquitectos Chuli Martínez, Fernando Martínez, Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona, por tapizar la ciudad de este material “que atenúa la sensación de caos”.

Del rosado anaranjado que produce la arcilla cocida en municipios cercanos están hechos muchos techos y paredes desde el norte hasta el centro. El ladrillo áspero, rugoso, fijado por capas de cemento se queda quieto y no se ensucia fácilmente ni se desmorona. Pero se deja raspar con paciencia o desespero con cualquier cuchillo o cuchara. Porque si Bogotá es la ciudad del ladrillo, que hace sombras de colores con el sol de la mañana, también es la del polvo de ladrillo que se usa para mezclar con el bazuco de las tardes y las noches.

Carrito, bicha, susto, basura sucia de coca. El bazuco se hace de los alcaloides de la hoja de coca que no llegan al estatus de cocaína y se adultera con otras sustancias como cafeína, anfetaminas y polvo de ladrillo. Lo fuman todos los días en la ciudad para agarrar un placer agresivo que irremediablemente desova en ansiedad o pánico, paranoia y ganas de más. En la prensa de los ochenta ya figura el romance de las calles bogotanas con estos polvos. “Bazuco, el humo del diablo” tituló en 1983 la revista Semana y anunció que lo vendían en los barrios, entre papeletas hechas con el papel del directorio telefónico.

Desde entonces se han descrito a cada rato sus efectos adversos, sus legados difíciles para la salud, el corazón y la cotidianidad de quienes lo consumen. El bazuco es barato y produce dependencia. La organización Acción Técnica Social (ATS), que trabaja por reformar las políticas en cuanto a consumo de sustancias, explica con empatía cómo varias personas usuarias cuentan que sienten la muerte encima. “Que te están siguiendo”, “que están hablando de ti”. “El placer inmediato” explica ATS, “hace que se incremente la frecuencia del uso, llevando a las personas a consumir decenas de dosis diarias. Este consumo diario se empalma con la decisión de vivir en condición de habitante de calle.

El último censo de la Secretaría de Integración Social contó a 9.514 personas que habitan en las calles. En su mayoría frecuentaban el sector del Bronx desalojado por la administración de Enrique Peñalosa en mayo pasado. De acuerdo con la administración, el CTI de la Fiscalía y la Dirección de Inteligencia de la Policía colaboraron en un plan innovador y cuidadoso para hacer el operativo contra la criminalidad organizada a estas cuadras, que manejaba el microtráfico, la extorsión y la prostitución infantil. Sin embargo, el llamado “golpe del Bronx” no fue innovador ni cuidadoso con la comunidad. Con quienes fumaban, querían y vivían ahí.

Cada superficie en ladrillo que no esté rigurosamente vigilada va a ser raspada y el ladrillo asalmonado guardará una memoria de esa comunidad. Ahora sin Bronx Bogotá, con sus fachadas bonitas, su desigualdad grosera e historia reciente de capital de un país en guerra, sigue abrazando los humos del bazuco. Aunque las papeletas todavía pasan entre manos, los habitantes de calle están hoy más solos, vulnerables. Y las alcaldías de Peñalosa uno y dos, serán recordadas por esto.

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