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Bogotá sin redentores

Carlos Granés
16 de octubre de 2015 - 02:13 a. m.

Hay políticos a quienes solucionar los problemas prácticos, esos que degradan la rutina diaria de cualquier ciudadano, les parece poca cosa.

Puede que en sus programas mencionen temas de movilidad, de planeación urbana o de seguridad, pero cuando llegan al poder resulta claro que pretenden satisfacer fines más nobles. Al fin y al cabo, ¿quién va a dejar su nombre escrito en la Historia pavimentando calles o descongestionando avenidas? ¿A quién, con altura de miras, se le ocurre perder el tiempo en temas como la recogida de las basuras, el uso del espacio público o la estética urbana? Estos políticos asumen retos verdaderos, insoslayables, definitivos. Miran de cara a la Historia y la desafían con una bofetada. En el inevitable duelo, es su nombre el que cicatriza la herida que doblega a su oponente. Su meta no es desenredar las trabas burocráticas del servicio público, combatir la corrupción y el clientelismo o destinar los muchos ingresos que recibe (porque siempre, sin excepción, los altos propósitos demandan altos impuestos) en infraestructuras. No, su misión es liberar a los pueblos, solucionar las crisis planetarias, actuar en beneficio de la humanidad.

Qué poca cosa es una ciudad cuando se tiene en mente al planeta; qué tonto suena el problema de los trancones, con tan sólo unas décadas de vigencia, cuando aún no hemos remediado el genocidio de la conquista y los males del colonialismo; qué irrelevantes se ven los índices de delincuencia cuando el futuro de la humanidad está en juego con el cambio climático; a quién puede importarle el maltrato de la administración pública cuando aún seguimos maltratados por el Imperio. Si los ciudadanos de Bogotá se quejan de todos estos problemillas es porque no han entendido que Gustavo Petro no está para pequeñeces. Petro viaja a Bolivia a promover “una nueva Comuna” en París, durante la reunión de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, que “evite la muerte de los pueblos”. El 20% de su tiempo, según denuncias del concejal Diego García, ha estado fuera de su cargo en misiones semejantes. La rutina de escritorio, donde se programa la construcción de colegios, el sistema de semáforos o la ayuda a los indigentes, carece del brillo que dan las plazas, los foros internacionales o el cara a cara con el pueblo (tu pueblo, Gustavo).

Los redentores como Petro son muy buenos cuando se enfrentan al poder. Con sus fundamentadas críticas elevan el listón moral del debate público y evitan los abusos de sus contrincantes. Pero como gestores de una ciudad dejan mucho que desear. La agudeza en la crítica no garantiza la eficiencia administrativa, y esta alcaldía es la más descorazonadora prueba. Los gestos románticos son una maravilla en la poesía y la literatura, no así en política, y menos cuando se está al frente de un ente administrativo imperfecto y destartalado como Bogotá. Para eso se necesitan funcionarios con los pies en la tierra, a quienes les preocupe solucionar los problemas diarios de personas concretas –usted, su vecino, su jefe, su empleado, su amigo— y no los dilemas abstractos de la humanidad.

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