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Camilo y la nueva memoria (II)

Daniel Emilio Rojas Castro
01 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

Además de representar una oportunidad, la figura de Camilo Torres constituye un desafío para la memoria de los colombianos.

El desafío consiste en juzgar a un hombre en su justa medida, reconociendo sus virtudes y sus desaciertos, con decencia, sin retirarle su dignidad, sin deificarlo o satanizarlo. Aceptemos que se trata de una tarea compleja en un país donde la guerra y la irresponsabilidad de los actores del conflicto han reducido la lectura del pasado, y en último término, toda la visión de nuestra identidad nacional, a una fábula viciosa en la que buenos y malos interactúan sin que nadie sea tomado por responsable de lo que sucede.

La doble polaridad de cura y guerrillero que caracteriza la imagen de Torres constituye un desafío para los colombianos, porque escapa al código usual que encierra a los guerrilleros en un supuesto eje del mal y a otros actores de la vida política nacional en uno del bien.

Nuestra memoria permanece encerrada en un código agotado que sirve para identificar a los guerrilleros con ‘culebras’ y a las operaciones militares con ‘Sodoma’ o el ‘arcángel San Gabriel’. Sin embargo, el recuerdo de Torres nos obliga a superarlo y a aceptar que no todo ha sido blanco o negro en estos últimos cincuenta años; de hecho, uno de los atributos más sorprendentes del recuerdo de Torres es la admiración y el respeto que provocó (y continua provocando) entre los detractores de la lucha armada en el país. Piénsese, por ejemplo, en el General Álvaro Valencia Tovar, quien jugó el papel de verdugo y ángel en toda esta historia.

Además de obligarnos a dejar de lado la lógica binaria con la que hemos venido entendiendo esta guerra y a comprender que nuestra realidad es más compleja que los calificativos de héroes o terroristas que abundan en el lenguaje político, el recuerdo de Camilo Torres nos exige plantear preguntas teológicas relevantes y difíciles de responder. Si la raíz del mal reside en personas libres y responsables, ¿puede el uso de la fuerza constituir un acto legítimo para la búsqueda eficaz de la justicia? ¿Puede la lucha armada responder a un auténtico llamado evangélico de opción por los pobres? ¿Podemos considerar realmente a la Teología de la liberación como una desviación de la doctrina cristiana? En fin, ¿cómo debemos interpretar las justificaciones bíblicas que reconocen la justicia de las revueltas contra las tiranías?

No sé si la rebeldía caracterizó la vida de Camilo Torres, pero estoy plenamente convencido de que su interés por encontrar soluciones a los problemas de Bogotá y de Colombia no puede obnubilarse por su decisión de pertenecer al ELN. Sostener que la participación de Torres junto a una guerrilla fue efímera y de escaso valor si se le compara con el resto de su trayectoria, tampoco es justificable. Aunque fuera cuestión de meses, Camilo Torres adoptó la postura del combatiente que acepta pelear una guerra asimétrica como muchos otros lo hicieron en su momento.

Si no nos preparamos para transigir y aceptar que en este país tarde o temprano deberá haber un monumento para hombres como Camilo Torres Restrepo, la semilla de la guerra volverá a germinar y el esfuerzo de la paz habrá sido vano. No lo olvidemos: la negociación política también es una negociación sobre la memoria que queremos construir.

Varia: esta y mi anterior columna se refirieron al bogotano Camilo Torres Restrepo (1929-1966) y no al payanés Camilo Torres Tenorio (1766-1816).

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