Cien años de soledad

Piedad Bonnett
04 de diciembre de 2016 - 02:00 a. m.

"A nadie se le había ocurrido pensar que fuera mortal”.

Estas palabras de García Márquez, referidas a la Mama Grande, pueden aplicarse a Fidel Castro, un hombre mítico, que sin embargo “fue tronchado de raíz por el trancazo de la muerte” el 25 de noviembre pasado. Con él, como ya han escrito, llegó a su fin una era, en Cuba, en Latinoamérica y en el mundo. Una era que comenzó hace cien años, en 1917, con la revolución bolchevique, y cuya mayor réplica fue la revolución cubana, que sacudió el continente e hizo nacer la esperanza de un cambio que acabara con las desigualdades sociales y con la injerencia imperialista en el llamado tercer mundo.

Cualquiera que haya vivido su juventud bajo el influjo de la revolución cubana sabrá de la magnitud de ese sueño. Eso le debemos a Castro, que como se sabe tuvo grandes logros en salud y educación y dio una enorme lección de dignidad y resistencia. Sin embargo, mucho antes del otoño del patriarca, el sueño se convirtió en pesadilla, en parte por el bloqueo al que Estados Unidos y sus aliados sometieron al pueblo cubano, en parte por el autoritarismo de Fidel y su aferramiento al poder, que con los días lo convirtió, primero en un tirano, y luego en un anciano de apariencia benévola que sin embargo seguía tercamente creyendo en los métodos de su régimen. “Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra, y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según impulsos de su digestión…”, escribió García Márquez en su Otoño, y nadie podría pensar que no hablaba de Castro.

Directa o indirectamente el espíritu de la revolución cubana incidió en grupos como Montoneros y Tupamaros, en la revolución sandinista en Nicaragua, en el nacimiento del Eln e incluso en el sueño de las Farc, guerrilla campesina que nació a instancias de la violencia desatada por el asesinato de Gaitán. Pero “el mundo da vueltas en redondo”, para seguir citando a Gabriel García Márquez. Cien años de historia han permitido ver los logros y los fracasos de estas revoluciones, y el trazo del círculo que comenzó con la fe en la revolución armada como un camino. Hemos visto cómo Rusia, en los últimos 25 años, dio un viraje a una economía de mercado globalizada y a una privatización de la industria, y cómo Estados Unidos reanudó relaciones con Cuba. Por una de esas casualidades cósmicas que resultan reveladoras, en el mismo mes del año murió Fidel Castro y las Farc firmaron la paz con el gobierno de Juan Manuel Santos. La guerrilla más antigua de América reconoce hoy, después de 50 años de violencia, que el camino de las armas no es el camino. El futuro, después del derrumbamiento de los sueños, debería ser el de un liberalismo incluyente y progresista. Pero, por desgracia, lo que vemos emerger es el monstruo de la ultraderecha, su espíritu de exclusión, sus nacionalismos. Imposible no pensar otra vez en las palabras de García Márquez: “La historia de América Latina es una suma de esfuerzos desmesurados e inútiles y de dramas condenados de antemano al olvido”.

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