Cínicos del Bronx

Daniel Pacheco
06 de junio de 2016 - 08:47 p. m.

Hace 2.400 años fue célebre un hombre al que hoy llamaríamos habitante de calle.

Ante el escándalo cuando Diógenes se masturbaba en público, respondía que ojalá fuera tan fácil quitarse el hambre frotándose la barriga. Diógenes el Cínico deambuló entre las antiguas ciudades donde amaneció la civilización occidental: Sinope, Atenas, Corinto. Vivía en las plazas y mendigaba debajo de las estatuas para, decía, acostumbrarse a que no le dieran nada. Cínico viene de perro. Y así vivía Diógenes. Defecando en lo público, comiendo sobrados y durmiendo desnudo en un enorme barril de barro en una plaza.

No hay una ciudad regida bajo alguna versión de democracia en la que no haya gente viviendo en la calle. En esto no hay tanta distancia entre Dinamarca y Cundinamarca. Los clochards parisinos, los bums de Nueva York, los chirretos de Bogotá. Hombres y mujeres que no encajan en la sociedad. Personas que por enfermedades mentales, decisión propia, adicciones, abuso, desencanto, placer, libertad, pobreza, y generalmente alguna combinación sórdida de las anteriores, no viven como vivimos el resto de nosotros.

Y nos fascinan. Nos causan temor y curiosidad, asco y atracción, pesar y rechazo. Son todo lo contrario a lo que nosotros trabajamos para ser: limpios, bienolientes, exitosos, ricos, atractivos, cuerdos. Esto, por supuesto, hace que nos sean difíciles de entender.

Tal vez por eso hasta destacados biempensantes liberales encuentran inverosímil que estas personas tengan “derecho” a estar en la calle si el Estado pudiera proveer camas, baños y sanatorios suficientes para “atenderlos”. Por alguna razón, la crueldad de encerrar a quien no quiere estarlo parece ser menor si está cubierta de jabón, buenas intenciones y una sábana limpia.

Esta no es una defensa del Bronx. Lo que allá sucedía era intolerable. Lo que sigue sucediendo en decenas de ollas del país, del mundo, lo sigue siendo, aunque decidamos no verlo. No las fiestas, la droga o las supuestas bacanales zoofílicas, sino los abusos a quienes aún no tienen agencia para soportarlos, como los niños, y la imposición de un orden mafioso, delictivo y asesino. En eso, Peñalosa logró algo inusual y valioso: mostrar la cara humana de la derecha. Y tras suceder a la Bogotá Humana de Gustavo Petro, aportó una dosis de ironía deliciosa y devastadora para la ingenuidad de la izquierda bogotana.

Pero pensar que con varias “fases sostenidas de intervención urbana y social” se va a acabar con el fenómeno del habitante de calle es igualmente ingenuo. Hace casi ocho años, cuando escribí mi segunda columna en este diario, había más o menos el mismo número de personas viviendo en la calle que hoy en día.

A estas personas hay que intentar siempre ayudarlas, darles lo que sentimos que no tienen y nosotros quisiéramos. Pero en últimas, hay que tolerarlas hasta encontrar el límite de lo que es intolerable. Porque ese límite, a fin de cuentas, es el que nos define a nosotros mismos. No se puede matar ni robar. Pero una sociedad que no soporta a alguien que no se baña, que duerme y defeca en la calle y pide limosna para drogarse puede, sin mucha dificultad, convertirse en una sociedad que no tolera a alguien que no se baña. A alguien que es distinto. A alguien que no es como somos nosotros.

@danielpacheco

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