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Crónica de puente

Beatriz Vanegas Athías
10 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

El prestigiado domingo de las madres, en el que nuevamente las redes sociales ayudaron a miles de hijos a despachar sus afectos con besos, abrazos, tarjetas y regalos virtuales, me fui a Zapatoca.

No quise comprometer a mis hijos. Decidí darme el regalo del día de las madres con el viaje hacia Zapatoca, un pueblo de Santander encallado en un valle montañoso cuyo clima dicen (y doy fe) es de seda. A esas montañas y sus campesinos le ha cantado en un hermoso, reciente y franco libro titulado Montuno, del poeta samario-santandereano Hernán Vargascarreño.

Partí hacia mi destino a eso de las once de la mañana en una buseta con capacidad para 27 pasajeros. Pero al llegar a Girón, ya contábamos 32. De Bucaramanga a Zapatoca se emplean dos horas, pero de acuerdo a este ritmo marcado por la orden del conductor de recoger a cuanto viajero parara la buseta, llegaríamos en cuatro. Había que aprovechar el puente de las madres, así las madres que se subieran, permanecieran de pie padeciendo la incomodidad de aquel tortuoso viaje. Como en efecto fue.

Subió una mujer adusta, morena, con un vestido deteriorado y unas sandalias con huellas de barro seco, llevaba en su pecho dos grandes senos a los cuales se acurrucaba con sabrosura, una bebe rosada, gordita, peluda y rozagante; con una mano cargaba a la bebé y con la otra prensaba a un niño de su mismo color, descalzo, con un pantalón de cuadros marrones y una camisa a rayas verde con rojo. No había por donde entrar, ni dónde situarse en aquel infierno de bus, pero alguien la empujó y fue a tener a mi lado. No tuve tiempo sino de agarrar a Luifer Steven (así supe después que se llamaba el niño) y otro par de señoras tomaron a la bebé, para que la madre pudiera tener las manos libres y no se rompiera los dientes en una de las miles paradas que haría aquel conductor afanado por recoger dinero para llegar a casa de la esposa a festejarle su día.

El niño (Luifer Steven) por su parte, cayó rendido en mi regazo y la madre me agradecía a lo lejos con una mirada mezclada de asombro y timidez. La cabina del conductor estaba llena de cuatro mujeres y un fotógrafo español que reclamaba airado por aquella insensatez de buseta. Las mujeres (dos hijas y dos madres) sufrían sentadas sobre el motor del vehículo: los regalos arrugados, las rosas ajadas, las nalgas magulladas y la mirada pérdida que suplicaba al tiempo que transcurriera.

Los primeros tramos de la carretera están destapados y el viaje es, entonces, un atentado contra los riñones y las vejigas que no habían sido desocupadas antes de abordar. Ya bordeábamos las doce y treinta de aquel domingo maternal e imaginaba que la buseta en su pugna por subir, semejaba esos personajes de cómic, de lo atestada que iba. Luifer, entretanto, dormía en mis brazos y su madre, gracias a la hermanita de meses, había conseguido una silla porque era necesario amamantarla: vi florecer entonces el gigantesco seno ante el que se rindió el llanto desaforado de la niña.

Familias enteras cuyas madres llevaban en sus manos una flor, seguían subiendo a aquella buseta que estaba a punto de explotar. Hasta dos ciclistas extenuados fueron recogidos y regaron su hediondo sudor para completar aquella escena de Almodóvar en la que, la incomodidad, azuzaba el llanto de los niños, las conversaciones por celular y las charlas a gritos de los campesinos que hablaban y hablaban sin parar.

A las tres de la tarde entramos a Zapatoca, entregué a Luifer Steven a su madre y me enteré que él, era el cuarto de cinco hijos de aquella mujer adusta y taciturna que viajaba sola. Ya en la tranquilidad de Casa Larga, la hermosa vivienda de mi amiga Nora Pinilla, pude ver a la Banda Cívica que acompañaba el féretro de una madre joven oriunda del pueblo quien justamente ese día, cuando llegaron sus hijas a festejarla, su corazón le dijo no más.
 

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