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Cuando la tierra es el mar

Lorenzo Madrigal
21 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

En momentos en que la paz de Santos amenaza la geografía interna con pérdidas territoriales, en cuanto a jurisdicción y mando, irrumpe de nuevo el fantasma del expolio marítimo, con origen en la misma izquierda que asedia el país.

Para algunos ya perdimos, para otros sigue debatiéndose, la posesión de 75.000 kilómetros de mar, por el fallo aquel de la Corte Internacional de Justicia de noviembre del 2012.

A juicio de conocedores del tema, en el cual no cabe improvisar, un pésimo manejo del mismo en años anteriores (en este Gobierno, cinco años) nos ha conducido a esta aberrante situación de furia, despojo y soledad pública internacional, en que hemos roto con el más alto tribunal de Justicia y estamos desafiando a las Naciones Unidas.

¿Cuál era la alternativa? Perder sin pena ni gloria esas inmensas extensiones del territorio, más las nuevas pretensiones de un insidioso enemigo, raponero del mar, y dejar enclavado el amado archipiélago de San Andrés, Providencia, Santa Catalina e islotes, entre un acuario robado que ha sido nuestro por tradición.

No es sino mirar el mapa de Colombia, tan difícil de dibujar, que más parece un ponqué pellizcado por todos lados, menos por los generosos mares costeros, que Dios nos dio, en atributo feliz. A decir del excanciller Londoño Paredes, aún son de Colombia las mayores extensiones marítimas en el Caribe. Esas, las que nos quiere quitar el voraz tragamares de Centroamérica, como si no existieran más vecinos con costas y tratados vivos que respetar, dentro del aforismo jurídico del pacta sunt servanda, que ni La Suprema Corte parece reconocer como prioridad absoluta.

Bueno, la solidaridad obliga. De la historia viene aquella proclama, así se la use solamente como símbolo: “paz, paz en el interior; guerra, guerra en las fronteras”, originaria del dirigente político “por siempre laureado”, si volteamos el verso de Neruda. Fue Laureano hombre no violento y patriota consumado, pese a la deformación histórica que, contra él, devino en cascada.

Casi ufano del infortunio, propio también de sus errores, el gobierno Santos se permite el maquiavélico giro de buscar en los problemas externos la solidaridad con el Príncipe. Todos han concurrido a Casa de Nariño, aun los enfermos, a quienes Dios guarde y dé su salud, el vice Vargas, Horacio Serpa, levantado de un zika; muy flaco, detrás de ellos, veo al jefe Barguil; muy alto, uno de los Montenegro; algo bajo e igual a Turbay Avinader y como él, médico, Roy Barreras; Clara, vestida de amarillo Polo; perdido al fondo, Cristo y en posición de joven recluta, Rodrigo Lara Restrepo.

Podría ocurrir que, pasado un tiempo, Santos reconociera en la Corte de La Haya su nueva mejor amiga.

 

 

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