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De lo que se trata

Rafael Rivas
24 de septiembre de 2016 - 05:39 a. m.

Uno de los síntomas del subdesarrollo es que el Estado es débil y tiene poca capacidad de ejecución. El Estado colombiano ilustra bien esta condición. Quizás por eso los colombianos nos embelesamos tanto en modificar normas y ciframos en estos cambios de reglas de juego nuestras esperanzas.

Es tan deficiente la capacidad gestora del Estado colombiano que hay que admirar la manera como se adelantó el proceso de paz. La persistencia del presidente y la capacidad de gestión de Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo merecen gran reconocimiento. Ahora hay que decidir si su esfuerzo merece el apoyo en las urnas.

Según estimaciones optimistas, la economía colombiana podría crecer más de un punto adicional con la paz. Esto es muy improbable, aún si se trata de un efecto de muy corto plazo. Los más entusiasmados hablan de la oportunidad de fundar un nuevo país. Esto es todavía más improbable. Nuestras dificultades se van a resolver muy lentamente, de acuerdo con las capacidades de un país que sigue siendo relativamente pobre, de una población todavía mal educada y de un Estado que seguirá siendo débil. Pero la posibilidad de crecer a tasas mayores o de resolver milagrosamente nuestros problemas atávicos no son la razón por la cual vale la pena apoyar el Acuerdo de la Habana.

Por otra parte, los más críticos hacen énfasis en la falta de justicia para los guerrilleros. Muchos de estos críticos han sido, a su vez, poco partidarios de que los agentes estatales o los particulares que también han cometido delitos tengan que pagar por sus crímenes. Aplican un criterio selectivo cuando se trata de insistir en la justicia, como si unos delitos fueran imperdonables y otros merecieran indulgencia.

En realidad, en un país donde reina la impunidad, es ilusorio esperar que todos los guerrilleros purguen penas de acuerdo con la ley. Muchos con seguridad hubieran perdido sus vidas si el enfrentamiento continuara, pero también la habrían perdido muchos otros, soldados, policías y civiles. Esto no es justicia: es la guerra. Los acuerdos en esta materia podrán no ser perfectos, pero ofrecen una salida razonable a un dilema complicado. Ratificar el Acuerdo de La Habana implica sacrificar la posibilidad muy remota, hasta el punto de ser irreal, de una justicia perfecta. A cambio se logra una justicia imperfecta, pero tangible. Quienes mayor derecho tienen en reclamar justicia, las víctimas que más han sufrido, por lo menos aquellas que se han pronunciado en público, parecen haber dado su aval a los esfuerzos por alcanzar la paz, por encima de su propio anhelo de retribución.

Pero, además, este sacrificio genera otro beneficio. El acuerdo de paz, aun si solo alcanza parcialmente su cometido, como seguramente será el caso, va a evitar que miles de colombianos se conviertan en víctimas de la violencia, que miles de familias sufran la pérdida de seres queridos y que millones de personas vivamos con menos zozobra y más tranquilos. De eso es lo que se trata. El Acuerdo de la Habana puede no ser perfecto y con seguridad no será milagroso. Pero es mucho mejor que la alternativa. Así que aparte de reconocer y admirar los esfuerzos del Gobierno, es necesario apoyarlos.

 

 

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