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Democracia y demagogos

Héctor Abad Faciolince
22 de octubre de 2016 - 05:24 a. m.

Todos los días miro las encuestas que hay sobre las elecciones en Estados Unidos. Como es imposible adivinar el futuro, lo mejor sería estar siempre preparados para lo peor.

Aunque casi todas las encuestas den por ganadora a Clinton, siempre cabe la posibilidad de que gane Trump. Que un personaje repugnante como él haya sobrevivido a sus mentiras grotescas, al manoseo y abuso contra decenas de mujeres, a la evasión de impuestos, a las muestras abiertas de racismo, a su ego deforme de megalómano, demuestra que hay un gran malestar en la democracia más importante del mundo. Aunque Trump no gane el 8 de noviembre, la sola idea de que haya estado a un paso de ganar debería asustarnos.

La democracia funciona si hay más veces en que una pequeña mayoría de cordura termina derrotando a la locura. Si cuando todo parece perdido, “los mejores ángeles de nuestra naturaleza” aparecen y vencen a los demonios, como en esas películas de buenos y malos con final feliz. Pero incluso si uno tiene la intuición, o la ilusión, de que los buenos son más, de que al final se impone la bondad, la historia nos muestra que hay rachas en que los malévolos triunfan por mayoría, democráticamente. ¿Por qué?

Algunos lo explican con la apatía o la protesta o el beneplácito tácito de los que se abstienen (que en Colombia y EE. UU. son más de la mitad). Es fácil creerse el vocero de los que no votan. Como no se manifiestan, cualquiera con delirios de ser “la voz de los sin voz”, se convierte en su intérprete. Pero los abstencionistas son por definición inescrutables, y nadie debería arrogarse el derecho de ser su intérprete.

La explicación a la que más acuden últimamente los expertos tiene que ver con un impulso muy humano de saturación contra las élites, saturación que cae en el resentimiento y en las ganas de cambiarlas como sea, incluso escogiendo a otras élites no políticas (de los negocios, del ejército, de la mafia, de la farándula) que aunque sean peores que la élite tradicional, representan al menos un cambio. Los malévolos se apropian del voto de protesta de los indignados (que pasan por alto su malevolencia con tal de castigar a los de siempre) para alcanzar la mayoría. Mejor un monstruo que desestabilice los cimientos de una democracia que no cumple su promesa de felicidad para todos, a seguir en el limbo de los mismos con las mismas. Ahí es donde más votos cosechan los demagogos: entre quienes están hartos del malo conocido y prefieren al malo y hasta al pésimo por conocer. Mejor una turbulencia salvaje y loca que todo lo revuelva, al fuego lento de siempre.

El problema es creer que la democracia promete la felicidad para todos: el bienestar, la igualdad, la justicia, la bondad. No, la democracia no puede hacer eso, porque la democracia no puede suprimir antidemocráticamente ciertas características irremediables de una parte del ser humano: la codicia, el abuso, la viveza, la injusticia, la explotación del más débil por parte del más fuerte. Ni puede tampoco suprimir en todos los elegidos por mayoría esos mismos vicios: la corrupción, el interés particular. El problema de la democracia es que se autocorrige con mucha lentitud, en un proceso arduo de ensayo y error, en el que poco a poco va castigando y eliminando lo más podrido.

Hasta que llega el demagogo a proponer un atajo expedito de justicia, bienestar, felicidad. Él y solo él sabe lo que el pueblo quiere. ¿El pueblo? Sí, todos, incluso los que no saben lo que quieren. Para lograrlo identifica un enemigo, pone en su cabeza la razón de todos los males (los judíos, los musulmanes, los inmigrantes, los negros, la banca, los blancos) y convence no solo a los convencidos sino a un porcentaje de los que están resentidos contra todo poder, contra el poder de turno, sea el que sea. Y en el mundo de las redes sociales, donde la gente solo se retroalimenta con lo mismo que ya piensa desde antes, este fenómeno podría ser cada vez más peligroso y cada vez mayor.

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