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Dengue, pestes y delirios

Reinaldo Spitaletta
19 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

Lo dijo al amanecer, en una suerte de delirio doloroso: “Me quieren matar. Ya dijeron que me ahorcarían, como a otros que tienen la peste”.

Después, tras unos lamentos, agregó: “Mi mamá me está esperando. Pronto me reuniré con ella”. La fiebre la conducía a otros ámbitos, quizá a mundos de perplejidades o de miedos. La noche anterior, el termómetro había marcado 39,6 grados centígrados. Todavía no sabíamos que el mal que la estaba afectando era el dengue hemorrágico, aunque sospechábamos que se trataba de la chikunguña.

Pasaron cuatro días y no quería ir a ningún hospital, ni a la Institución Prestadora de Salud (IPS), situada más bien cerca de la casa. “No, no iré a que no me atiendan”. “Vamos a urgencias”, le dije. “Peor, con este desaliento y dolores en todo el cuerpo no voy a esperar horas y horas, no quiero ir”. Y no fue.

No probaba ningún bocado. Solo tomaba agua y se tragaba unas pastillas analgésicas. Y permanecía acostada, con un monólogo de quejumbres. Cuando se dormía, parecía que la atacaban monstruos. O tal vez, volvía a antiguas épocas, cuando las pestes arrasaban poblados medievales. “Ya vienen por mí”, declaraba con un acento terrorífico. Al sexto día, cuando la fiebre era insoportable y los dolores la asediaban como un ejército de bárbaros, fuimos a la IPS, en la calle de la Argentina con la carrera El Palo. “Parece la chikunguña”, le dijo la facultativa. Mandó exámenes de laboratorio y advirtió que no podía tomar ningún medicamento, solo pastillas para el dolor (que se las suprimieron después).

Al día siguiente, el diagnóstico era categórico: dengue hemorrágico, con el riesgo letal de que si había sangrados el asunto sería de alta gravedad. En urgencias, donde hubo que ir, le pusieron seis bolsas de fluidos. Casi todo el cuerpo estaba rojo, los dedos hinchados y retorcidos, la cara abotagada, el debilitamiento general. Había, se dijo, alteración de las plaquetas y de los factores de coagulación de la sangre. Allá escuchó a las enfermeras el reporte de que, en la ciudad, había una presencia significativa del virus en los barrios Prado, Los Ángeles y Buenos Aires. Muchos pacientes llegaron de esas partes.

La zancuda aedes aegypti, portadora del virus, la picó y le inoculó el mal. Nadie piensa que la mosquita lo va a molestar (como en la vieja cancioncilla de The Doors: “no me moleste mosquito”), sino que eso les pasa a los otros. Y la atacó y depositó su carga virulenta, que se incubó en una o dos semanas. Y la transportó a estados febriles y dolorosos. La obligó a ir todos los días a tomarse muestras de laboratorio para el control del nivel de plaquetas y de enzimas hepáticas. “Tome mucho jugo de guayaba”, le dijo una enfermera.

No sé si en otras partes, cuando hay una presencia significativa del virus en la población, hay campañas de fumigación y medidas preventivas. En Medellín, no pasa. La salud pública es un factor sin importancia. Tampoco hay periodismo en los denominados “medios de comunicación” (que, en rigor, casi todos son de desinformación). Da para una investigación periodística la presencia del dengue en tres grandes barrios de la ciudad, pero eso no es noticia. Ni interesa a los dómines de las salas de redacción entapetadas, de las cuales no salen los reporteros.

La enferma sigue con sus dolencias, sin fiebre, sin delirios, pero todavía con partes del cuerpo hinchadas, debilucha, y sin ganas de leer ninguno de los libros que narran pestes y desgracias en la salud (El Decamerón, Diario del año de la peste, Muerte en Venecia, La máscara de la muerte roja…), aunque una de estas noches le leí apartes de El amor en los tiempos del cólera y se quedó dormida. Creo que esa vez no soñó con desventuradas amenazas de muerte por ser portadora de la peste y pareció tener un sueño tranquilo.

Le faltan una o dos semanas para que el virus y sus síntomas desaparezcan para siempre y entonces quede inmune. “Ja,ja,ja, ya no me dará más esta hijueputa vaina que no me ha dejado hacer nada”. La que más ha sufrido ha sido la Fox Terrier que se ha visto perjudicada porque no ha podido hacer las largas caminatas por el barrio, acompañada de la señora rubia, a la que todos le dicen doña Mona y que, según se ha visto, extrañan en el paisaje arborizado y asfáltico. La señora de la mascota que parece una vaquita, por ahora está desalentada y sus pasos son pesados y lentos.

Ya no tiene los pavorosos desvaríos en los que no sé quiénes la amenazaban con exterminarla porque era portadora de la peste, como en alguna novela, como en la historia.
 

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