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Día de difuntos

Héctor Abad Faciolince
30 de octubre de 2016 - 02:28 a. m.

Uno de los signos de humanización de los primates es la evidencia de ritos funerarios en las excavaciones arqueológicas. Si se entierra un cuerpo siguiendo algún tipo de ceremonia (posición, adornos, utensilios), es de suponer que quienes lo enterraron tenían una hipótesis sobre la muerte.

Algunos de los monumentos más extraordinarios del ingenio humano son simplemente tumbas: las pirámides. Las antiguas técnicas para embalsamar y disecar los cadáveres son intentos muy sofisticados de hacer perdurable lo que menos dura, el cuerpo.

Parte del éxito de todas las religiones consiste en que estas se apoderan de la muerte y la regulan. Algunas prohíben la cremación de los muertos (islam, judaísmo, cristianos ortodoxos); otras la prescriben (hinduismo). Para los griegos, una de las peores ofensas que se le inflige a un enemigo es no dejarlo sepultar según los ritos. El drama de Antígona se origina en el hecho de que Creonte prohíbe que se dé sepultura a su hermano con el fin de que su cuerpo sea devorado por alimañas. Esto, según la tradición, era condenar su alma a vagar por los siglos de los siglos, y por lo tanto era una especie de castigo añadido: algo peor que la muerte. Para los zoroastrianos, en cambio, el ojo místico de los buitres, y el hecho de que se coman los cadáveres, sirve a la transición cósmica de las almas. Hay gustos para todo: unos detestan que se los coman las fieras; otros lo prefieren. Unos queremos gusanos; otros, llamas. Unos trituran los huesos incinerados; otros los dejan enteros.

La iglesia católica, con la aprobación del papa Francisco, acaba de renovar las instrucciones sobre lo que se debe hacer con los difuntos. Según «Ad resurgendum cum Cristo», que acaba de publicar el Santo Oficio, la cremación no está prohibida (durante siglos se la consideró impía y contraria a la tradición), aunque la Iglesia prefiere que se dé sepultura al cuerpo entero pues así se manifiesta un mayor respeto por el difunto. En todo caso la cremación no contradice la creencia en la resurrección de la carne pues para la omnipotencia divina es igual de fácil recomponer un cuerpo a partir de las cenizas que a partir del polvo. Lo que no puede hacerse es esparcir las cenizas en el agua, en la hierba o en el viento, ni guardarlas en la casa, sino depositarlas en un lugar sagrado. Si el difunto quiso en vida que se lo cremara como un signo de panteísmo, masonería, nihilismo o de negación de la inmortalidad, se le deben negar las exequias.

Para los que no creemos en el alma, y mucho menos en su inmortalidad (si uno supone que el alma es la conciencia, la mente), no deja de ser un problema y un asunto interesante el trato que se da a los muertos. A los muertos que queremos, y a nuestro propio cuerpo inerte, después de fallecer. Creo convendría tener una aproximación laica y racional ante los cadáveres, y una propuesta clara de la forma más respetuosa, higiénica y ecológica como deberíamos disponer del cuerpo de los difuntos.

Cremar los cadáveres implica una descarga de CO2 y otros gases tóxicos en el ambiente. Ojalá hubiera cementerios verdes, y empresarios de pompas fúnebres que ofrecieran alguna alternativa a las ceremonias religiosas. No veo por qué los religiosos deban ser los dueños de la muerte incluso entre los no creyentes. Me ha tocado asistir a muchas misas de muerto para amigos agnósticos o ateos, simplemente porque la familia no sabe qué más hacer.

La solución más vieja es, quizá, también la más ecológica. La que permite un tiempo prudente de duelo y despedida tras la muerte, sin tanto afán como se acostumbra hoy en occidente. Un cementerio ecológico debería estar situado en un bosque, y allí los muertos deberían enterrarse envueltos simplemente en un sudario que evite por cierto tiempo olores y filtraciones. En ese bosque podría haber piedras tumbales con inscripciones. Pero los muertos no interrumpirían, sino que más bien abonarían, el crecimiento de los árboles, la cadena de la vida.

 

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