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A día de hoy

Oscar Guardiola-Rivera
27 de julio de 2016 - 03:51 a. m.

Brexit. Trump. Johnson. Le Pen. Niza. Dallas. Turquía. Brasil. Todo está bien.

“Un día después de que los votantes británicos decidieran abandonar la Unión Europea, Obama pronunció un discurso en la Universidad de Stanford con ocasión del Encuentro Mundial de Emprendedores. Su sustancia fue la más pura destilación de tonterías globalizantes y una pizca de entusiasmo dotcom”.

Así describió el comentarista político Thomas Frank esta semana la incapacidad de la clase política para reconocer que está en curso una revuelta mundial contra las élites, y transformar su comportamiento venal y complaciente. “Las consecuencias serán desastrosas”, sentenció.

¿La evidencia? El tipo de lenguaje que nos hemos acostumbrado a escuchar de labios de los políticos. Frank observa que las palabras claves del discurso antes citado incluyen “innovación”, “conectividad” y por supuesto “Zuckerberg”, el CEO de Facebook, “la compañía a la cual se refieren de manera usual los demócratas para significar que todo está bien en los Estados Unidos de hoy”.

Otra clave, esta vez en castellano, es la frase “a día de hoy”, utilizada en días pasados por el líder del PSOE español, Pedro Sánchez. Apunta Álex Grijelmo que este galicismo ajeno “a la forma en que se comunican y se expresan los votantes a quienes esos políticos se dirigen”, tiene éxito entre los dirigentes porque “funciona como salvoconducto que protege cualquier afirmación contra un análisis futuro”.

Cuando Sánchez dice “a día de hoy votaremos no” (a la permanencia del gobierno proausteridad de Rajoy en España, por ejemplo), ofrece lo que en lingüística se llama una implicatura. En este caso se sobreentiende que lo dicho tiene fecha de caducidad y no vale para mañana. Es decir, ausencia de compromiso u obligación con el elector. Ni promesa, ni uso performativo del lenguaje, ni nada. Y dada la conexión entre dicho uso, la vida social e institucional dentro de la cual forjamos nuestras expectativas acerca de lo que vendrá, y el futuro, cabe concluir que en efecto las consecuencias serán lamentables.

Ninguno de los miembros de la clase dirigente actual tiene el coraje de explicarnos lo que pasará mañana, pues ello sería comprometerse con la realidad y con las transformaciones institucionales que son necesarias para que volvamos a tener esperanza. Para que haya futuro. De allí su complacencia. Es por ello que en vez de sociedad del futuro, su lenguaje reafirma la sociedad del espectáculo. No la de Vargas Llosa, sino la de los Situacionistas que acuñaron dicho término a finales de los sesentas, aquella seducida por la innovación, la conectividad y los emprendedores.

Ese mundo de ideas fijas y aceptadas se está derrumbando. Hoy hablamos de la posibilidad de un presidente fascista en los Estados Unidos de América.

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