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Egoísta y ciego

Javier Ortiz Cassiani
13 de diciembre de 2015 - 04:10 a. m.

Si uno remonta el río Bojayá, desde su desembocadura en el Atrato, cerca de Bellavista, antes de llegar al caserío de Pogue, encontrará varios pueblos indígenas y negros que habitan las riberas.

Pese a sus distancias culturales, comparten los avatares de una región que ha generado riesgos especiales para las comunidades étnicas.

El año pasado la Defensoría del Pueblo publicó un informe que tituló Crisis Humanitaria en Chocó, en el que explica, de manera general, cómo la convergencia del conflicto armado, el empobrecimiento, la discriminación, el abandono institucional y la imposición de un modelo de desarrollo inadecuado y destructor ha aplastado a los sujetos étnicos del departamento.

Esa misma lógica de dominio que menciona el informe de la Defensoría, es la que intenta desaparecer a los pueblos negros de la Isla de Barú en Cartagena, la misma que ha desconocido al pueblo Wiwa que ahora muere de sed y la misma que ha tratado al campesino como un estorbo frente a los grandes intereses económicos del monocultivo de la palma en la Isla del Papayal, al sur de Bolívar.

La exuberancia del territorio en Pogue lo narra la columnista Salud Hernández Mora en una crónica que escribió para el periódico El Tiempo en mayo de 2013, que tituló Niños indígenas, condenados a morir por desnutrición. Siempre me hizo ruido aquel texto que con una pulcra escritura evidencia su impotencia frente a la situación nutricional de los niños del pueblo Embera del Chocó. Se refiere, la columnista, a su preocupación por las dificultades para que Bienestar Familiar garantice la protección de los niños indígenas desnutridos. Considera, desde un lugar parecido a la infinita inocencia, que esos niños encuentran el verdadero amor en los cuidados de una madre sustituta.

La visión de Salud no es distinta a la de aquellos que, de acuerdo al informe de la Defensoría, consideran que solo es posible la imposición de un único modelo de desarrollo. La idea dominante de unas lógicas que deshumanizan al otro por razón de su clase o su etnia, lo desconocen y lo instrumentalizan.

Frente a una posible idea de post conflicto el país está obligado a pensarse a partir de los argumentos que miran a los niños indígenas como pequeñas mascotas de especies exóticas y al ICBF como una alternativa de refugio de animales lastimeros desprotegidos.

La compleja situación del pueblo Embera chocoano se dibuja en los rostros de sus niños, como se dibuja en los rostros de los niños Wayuu de La Guajira. La desnutrición es apenas la punta de lanza de un problema mucho más poderoso. La relación para los pueblos indígenas con el territorio ha sido violentada por los actores armados y por mega proyectos que desconocen sus prácticas ancestrales y la necesidad imperante de estar en armonía con la naturaleza. Pero esa armonía está rota, por los ríos han corrido cuerpos desmembrados, ahora sus cauces están secos.

Estamos frente a un Estado con una fuerte retórica de reconocimiento cultural de las minorías étnicas, pero incapaz de sacrificar – siquiera cuestionar – una sola idea el modelo de desarrollo imperante. Un escenario decente del post conflicto implica asumir agendas aplazadas y el cumplimiento de unas garantías constitucionales. La desnutrición de los niños indígenas no es el fracaso de sus tradiciones ancestrales, es el absoluto y miserable fracaso de un Estado egoísta y ciego.
 

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