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El Auschwitz africano

Carlos Granés
13 de noviembre de 2015 - 02:18 a. m.

Desde una de sus murallas se tiene una de las vistas más bonitas de la costa occidental africana.

El Atlántico revienta contra un espolón y se desvía por un canal donde flotan decenas de canoas de todos los colores. Dentro de la fortaleza, dos torreones se alzan en uno de los extremos, y en el otro hay una gran edificación con espacio para una capilla, un amplio comedor y varios aposentos. Desde un balcón protegido con barrotes de hierro se tiene una perspectiva general del gran patio que se forma entre las murallas. Los ghaneses se refieren a este lugar como el castillo de Elmina, aunque en realidad de castillo no tiene nada. Este magnífico lugar, rodeado de un paisaje fascinante, fue una de las muchas fortificaciones que construyeron los europeos en la costa de África para recluir a los cerca de 12 millones de esclavos que fueron enviados al continente americano.

Elmina fue el primero y el más grande de ellos. Construido por los portugueses en 1482, pasó a manos de los holandeses en 1642 y luego quedó bajo control británico desde 1872 hasta la independencia de Ghana en 1957. A Elmina eran conducidos los esclavos vendidos a los blancos por las diferentes tribus de la zona. Acababan en las mazmorras subterráneas del fuerte, divididos por sexo y hacinados en oscuros pabellones de piedra, sin ventilación, donde debían acomodarse unos sobre otros y defecar en baldes. Cuando se les permitía salir al patio, el gobernador escogía desde el balcón cuál de las mujeres pasaría con él la noche. La elegida era conducida por una escalera de madera que daba justo a la zona de sus aposentos. Si ella o algún otro esclavo se rebelaba o intentaba escapar, acababa sus días encerrado, sin luz ni alimentos, en una celda en cuyo dintel aún se ve el dibujo de una calavera. Las paredes mohosas y frías de esa y las otras mazmorras aún expelen un olor corrosivo. No es fácil imaginar lo que debió ser la vida en el siglo XVII y XVIII para esos hombres y mujeres, amontonados en medio del sudor y el excremento, enfermos de malaria, fiebre amarilla o cualquier otra enfermedad tropical, esperando el momento de pasar por la puerta del no retorno para embarcarse en un barco negrero.

Elmina es uno de los lugares más ominosos y desconocidos de nuestra historia. Su nombre debería resonar en nuestras conciencias como el de los campos nazis o los gulags soviéticos, y sin embargo es poco lo que sabemos de aquellos fuertes de donde llegaron hombres y mujeres que poblaron las costas de Colombia, Brasil, el Caribe y Estados Unidos. Las tragedias humanas encuentran freno cuando se trazan rayas rojas que hacen inmoral cualquier intento por transgredirlas. Auschwitz y los gulags reivindicaron la idea de dignidad humana, y desde entonces es impensable que un ser humano sea usado para fabricar jabones o visto como un huevo que puede ser roto para hacer una tortilla. Elmina debería ser el símbolo universal de los horrores de la esclavitud, una nueva raya roja que elimine una práctica que, aunque con rostros distintos, sigue vigente hasta el día de hoy.

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