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El imposible señor Voltaire

Luis Fernando Medina
12 de febrero de 2016 - 02:47 a. m.

A veces los episodios pequeños nos enseñan grandes verdades. Por estos días se ha desatado una controversia en Madrid por un espectáculo de unos titiriteros que, por incluir en su obrita una alusión a un grupo ficticio “Alka-ETA”, terminaron con sus huesos en la cárcel acusados de “enaltecimiento del terrorismo”.

La acusación era un insulto a la inteligencia y el asunto no hubiera pasado a mayores de no ser por dos cosas: el fanatismo ideológico de un juez tardo-franquista que optó por darles prisión preventiva (como si se tratara de delincuentes peligrosos) y el hecho de que en España se están dando las negociaciones políticas que podrían llevar a formar un nuevo gobierno.

El tal acto de títeres era organizado por la alcaldía de Madrid que ahora está en manos de la izquierda, con significativa presencia de partidos nuevos como Podemos. Así que para el derechista Partido Popular esto ha sido una magnífica oportunidad de sembrar discordia entre la siempre fraccionada izquierda española, en el justo momento en que podría llegar a un acuerdo para desalojar a Rajoy del poder. De hecho, el mismo espectáculo se había presentado antes en otros municipios y no pasó nada.

Hasta ahí nada nuevo. A nadie le sorprende que los políticos utilicen todo tipo de recursos para sus fines. Al fin y al cabo, podría decirse que para eso están. Pero hay un ángulo del asunto que me llama la atención y que no tiene que ver con los políticos sino con los intelectuales, los supuestos faros morales de la sociedad.

Se atribuye a Voltaire la frase (o por lo menos el principio) según el cual “aunque estoy en desacuerdo con lo dices, defenderé a muerte tu derecho a decirlo”. Pues bien, España tiene unos cuantos paladines voltairianos como Vargas Llosa o Fernando Savater. Vargas Llosa, lejos de dormir sobre sus laureles, entona desde su cúspide peanes a la libertad cada dos semanas. Su corazón sangra ante cualquier atropello, en cualquier rincón del mundo. La Habana, Caracas, Teherán, Pyonyang, donde quiera que alguien sea perseguido por sus creencias, sabe que allí le llegarán las palabras de apoyo de Vargas Llosa. A Savater lo conocemos en Colombia como el pensador de la “democracia profunda”, el hombre que insiste en que en las democracias la libertad es el sol en torno al cual giran todas las demás instituciones. (No tengo tiempo para explicar cómo eso le granjeó una invitación de Uribe. Otro día).

Pero no tuvieron suerte los modestos titiriteros de Madrid. Savater prefirió cuestionar por qué otros los defendían (como la alcaldesa de Barcelona) y Vargas Llosa ha estado muy ocupado asistiendo a magnos eventos culturales y luchando por la libertad en el mundo como para tener tiempo de pronunciarse sobre un par de artistas callejeros. Es una lástima porque, dadas las cercanías de Vargas Llosa con gente del mundo político español, se imagina uno que unas cuantas palabras de él hubieran podido ser muy eficaces. De pronto ese es el problema: como nada de lo que diga Vargas Llosa va a ayudar a liberar a Leopoldo López (arbitrariamente encarcelado, me apresuro a decir), entonces ese caso sí que va a mantener fluyendo la fuente de su inspirada pluma. Mientras que en Madrid una intervención suya podría acortar el episodio, con lo cual nos privaríamos de sus hermosos pronunciamientos.

Como dije al comienzo, se trata de un episodio menor (seguramente va a terminar en pocos días) así que me interesan más bien sus enseñanzas. Quienes nos dedicamos a escribir solemos tener demasiada fe en las ideas. Creemos que si logramos difundir más los principios de la tolerancia como el de Voltaire, que si argumentamos con más lucidez ante quienes nos lean (muchos o pocos) acerca de la importancia de las libertades, vamos a poder llegar a un punto en el que la democracia va por fin a quedar plenamente asentada y que la libertad de expresión va ser defendida en común, no solo por los aliados de quienes se expresan, sino por todos los demócratas convencidos.

Pero resulta que no. Si en España, una democracia del Primer Mundo, con intelectuales que han construido su prestigio mundial precisamente sobre la base de defender las libertades, puede ocurrir que a alguien le atropellen sus derechos sin que nadie salga a invocar el principio de Voltaire, ¿qué se puede esperar?

Aceptemos la realidad. La libertad como principio incondicional suena muy bien en la teoría. Pero en la práctica incluso muchos de sus más acérrimos defensores siempre van a encontrar algo que es aún más importante. Como impedir que gobierne el partido contrario, o como no quedar mal con los amigos políticos, o como no aparecer en compañías que le disgusten a nuestro público, o como disfrutar de una maravillosa velada cultural. En fin, lo que sea. Hay excepciones, por supuesto. Noam Chomsky defendió el derecho de Faurisson de publicar sus panfletos negacionistas del Holocausto. Incluso alguien con una historia tan turbulenta como Lukács defendió en la Hungría comunista, con cuyo gobierno él simpatizaba, a dos estudiantes maoístas e incluso al parecer guardó en su casa materiales que los podían comprometer. Pero por lo visto, no hay suficientes lecturas filosóficas para cerrar la brecha entre pensamiento y acción. Sigue siendo cuestión de coraje personal ante circunstancias adversas. Por eso, aún en las democracias más avanzadas siempre se puede retroceder.

Quisiera terminar con una nota más optimista, con alguna idea que, ella sí, garantizara que las libertades están a salvo. Pero no se me ocurre ninguna.

 

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