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El Quijote y la crítica

Carlos Granés
17 de marzo de 2016 - 08:08 p. m.

¿Hay alguna novela más crítica y autocrítica que el Quijote? Después de haber estado una semana en Puerto Rico, oyendo a expertos desmenuzar la inagotable novela de Cervantes en el VII Congreso de la Lengua, sospecho que la respuesta es negativa.

El Quijote, como piedra angular de la novela moderna, además de una deslumbrante ficción, también fue un irónico artefacto crítico que impuso nuevas y seductoras reglas frente a las cuales todos los libros previos empezaron a hacerse ilegibles.

Quizás no haga falta insistir en la crítica que el Quijote hizo a las novelas de caballería. Basta con decir que en el momento en que don Quijote confunde la ficción con la realidad y ciñe su conducta al ejemplo de los caballeros mitológicos, el comiquísimo efecto deshizo por completo la solemnidad y veracidad del género. Más interesantes son las gozosas autocríticas que hace de sí mimo Cervantes en la segunda parte del Quijote. Recordemos que cuando el bachiller Sansón Carrasco, lector deslumbrado de la primera parte, señala que otros comentaristas han encontrado inoportuno el relato de El curioso impertinente, una historia dentro la novela sin relación con la trama central, Cervantes, en lugar de refutar a sus críticos, les da la razón por boca de sus personajes. “Yo apostaré”, dice Sancho, refiriéndose al narrador de la historia, “que ha mezclado el hideperro berzas con capachos”. Es decir, que Cide Hamete Benengeli, el recurso narrativo que Cervantes usa para velar su autoría y burlarse de sí mismo, ha obrado con total descuido y desdén. Don Quijote le da la razón: “No ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador”. Hideperro e ignorante hablador: hace falta mucha ironía y humor para describirse a sí mismo con estos adjetivos.

Aún más arriesgado es Cervantes cuando ironiza sobre el Quijote de Avellaneda, la continuación apócrifa de las aventuras de don Quijote y Sancho publicada en 1614. Cervantes le devuelve el golpe a su imitador apropiándose de uno de sus personajes, Álvaro Tarfe, y haciéndolo reconocer ante un alcalde que los personajes que él conoció en la otra historia no son los que tiene enfrente. ¿Cómo se explica este extraño desdoblamiento? Por arte de hechicería, desde luego. Un encantador tuvo que haber engañado al pobre Avellaneda, y eso explica que hubiera escrito tantos y tan grandes disparates. Si la primera parte del Quijote liquidaba las novelas de caballería, la segunda liquidaba, y con las mismas armas —el sarcasmo y la ironía—, el Quijote de Avellaneda.

Pero la crítica más importante que hace el Quijote, sospecho, es a la vida. A la vida lánguida y pequeña que transcurre a ras de suelo, sin saltos ni vuelos imaginativos. Don Quijote es el primer romántico, es decir, el primer personaje moderno que no se resigna a que su vida sea costumbre, tradición y herencia. Sin proponérselo, esta fue la más perdurable y exigente crítica que hizo Cervantes. Nos mostró que el deseo, la imaginación, la ficción y el idealismo desafían la realidad y torpedean la rutina. Con el Quijote surge el héroe moderno. No quien triunfa, no quien conquista, no quien consigue el éxito y la fama. Más bien, quien se empeña en ser lo que quiere ser, así el precio sea la burla, los palos y el fracaso.

 

 

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