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El raro valor de disculparse

Eduardo Barajas Sandoval
31 de mayo de 2016 - 02:23 a. m.

Todavía más que a las personas, a los Estados no les queda fácil excusarse, como debieran, por acciones que a todas luces han causado ostensible mal.

La visita del presidente Barak Obama al sitio donde hace setenta y un años, por orden de uno de sus predecesores, los Estados Unidos lanzaron la primera de las únicas dos bombas atómicas que país alguno haya hecho detonar en contra de seres humanos, causó la expectativa que suele causar la actitud de un deudor moroso. Transcurrido más de medio siglo, lo debido habría sido una excusa verbal como mea culpa de la barbarie en la que se incurrió en su momento contra doscientos mil civiles inermes, contados también los de Nagasaki, que cuando no fueron físicamente desintegrados quedaron horriblemente desfigurados, mientras la radiación terminaba de producir su efecto devastador.

La justificación que los Estados Unidos presentaron al mundo por haber usado armas nucleares contra el Japón en la Segunda Guerra Mundial tuvo en su momento indiscutible validez, no porque fuera suficiente, sino porque los vencedores no solamente ganan la guerra sino que encima de todo imponen su interpretación de los hechos. Así, al interior de los Estados Unidos, y también en el seno de las sociedades dominadas culturalmente por ese país, se comprendió que la apelación a esa poderosa y macabra tecnología de exterminio era la única forma de terminar la guerra, como en efecto la terminó.

Casi nadie ha reparado en que, con la misma lógica, el uso del arma atómica significó una rendición en los términos de la guerra convencional, o al menos el reconocimiento de que en esos términos los Estados Unidos no podrían ganar. Algo que seguramente es cierto, porque si los japoneses fueron duros de dominar en los territorios que habían conquistado, era de esperar que en la defensa, a lo largo y ancho de los trescientos ochenta mil kilómetros cuadrados de las islas de su propio territorio, serían prácticamente imbatibles.

La interpretación de hechos de semejante gravedad no puede quedar congelada en la historia. Con el paso del tiempo tienen que aparecer nuevas consideraciones, lejos del fragor de las batallas y con el alma reposada de nuevos líderes, que tienen la obligación de mirar las cosas a la luz de una nueva sensatez. En ese sentido, uno que otro representante de los Estados Unidos ha dicho, en una u otra ocasión, que su país no se siente particularmente orgulloso de haber tenido que apelar a la bomba nuclear, y mucho menos en contra de la población civil. En la misma dirección, el prestigio “liberalizante" del presidente Obama produjo la expectativa de una manifestación significativa con motivo de la primera visita de un presidente norteamericano en ejercicio al sitio de la tragedia que su país provocó.

No se podía esperar que Obama fuese a cuestionar la decisión de Harry Truman, que se fue para la tumba como un héroe con esos cientos y más miles de muertos a cuestas, sin que nadie lo juzgara, sencillamente por haber sido el “ganador” de la guerra. Pero no faltó, especialmente en el Japón, quien mantuviera la esperanza de que el representante de la que es considerada allí potencia agresora, tuviera ahora el valor de disculpar a su país en el momento de visitar el sitio del infierno que deliberadamente provocó. Para desencanto de muchos, y alivio de otros, Obama apenas reiteró su conocido reclamo, ilusorio desafortunadamente, por un mundo sin armas nucleares.

Tal vez Obama, personalmente, habría sido capaz de disculparse, pero la diferencia entre hacerlo como persona y hacerlo como Jefe de Estado es ostensible, en la medida que saltan de inmediato, de manera prácticamente inevitable, consideraciones políticas cargadas no solo con el peso de la historia según la versión oficial estadounidense de las últimas siete décadas, sino con el empuje de construcciones de tipo moral, como lo fueron de alguna manera las justificaciones ya mencionadas, para no hablar del culto por los héroes americanos que dieron su vida en esa misma guerra, que comenzó en el Océano Pacífico con un ataque por el cual oficialmente los japoneses tampoco se han disculpado, así el Primer Ministro Shinzo Abe haya expresado “deep repentance” en una visita al Congreso de los Estados Unidos.

El mundo que cree en la posibilidad de las verdaderas reconciliaciones tendrá que seguir esperando por el momento de esas disculpas de parte y parte. Y la esperanza no será en vano, pues a pesar de la interferencia de los factores políticos, hay países que han conseguido disculparse, como es el caso de Alemania respecto del Holocausto de los Judíos y el del Canadá, frente al mismo Japón, por el internamiento de japoneses en tierra canadiense también como motivo de la Segunda Guerra Mundial.

De pronto a los Estados Unidos y al propio Japón les falta todavía, en el fondo, salir de la otrora arrogancia imperial y avanzar políticamente en la dirección de un liberalismo que reside en sectores importantes de su vida interna, por ejemplo en las universidades, y que prefieren saber y reconocer, lo más objetivamente que se pueda, la verdad, como fundamento de un ánimo nacional verdaderamente liberado de los sentimientos mortificantes que puede encarnar el ocultamiento de acciones pasadas que pudieron hacer daño a otros.
 

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