El Reino Unido y la puerta abierta

Juan Francisco Ortega
24 de febrero de 2016 - 07:08 p. m.

Como ciudadano del viejo continente, lo diré sin rodeos.

Siento vergüenza de los dirigentes que están al frente de la Unión Europea. Hace apenas unos días, el Sr. David Cameron, primer ministro del Reino Unido, ha concluido un acuerdo –sumamente ventajoso para el Reino Unido- y perjudicial para el resto de sus socios comunitarios. Y lo ha hecho, de facto, poniendo una pistola en la cabeza al resto de los mandatarios y ciudadanos europeístas. La máxima viene a ser la siguiente: O me dan lo quiero, más privilegios, o me voy del club europeo.

El privilegio fundamental, en función de una pretendida singularidad británica –que ya debería tener más que hartos al resto de los ciudadanos europeos-, consiste, esencialmente, en eliminar, únicamente para el Reino Unido, uno de los principios sagrados sobre los que se construyó el proyecto de integración: la igualdad de derechos de los ciudadanos europeos, independientemente de su país de origen.

El acuerdo prevé elementos que son, desde todo punto de vista, inadmisibles. El Reino Unido tendrá una especie de pseudoveto para aquellas decisiones que no gusten al gobierno británico y la restricción por un período de 13 años de las ayudas sociales a los trabajadores comunitarios no británicos. La razón, argumentan, es la puesta en peligro de su Estado de bienestar. Y lo dice el primer ministro del país que, con Margaret Thatcher, implantó el neoliberalismo europeo y la destrucción de los derechos sociales. Y lo dice serio, sin inmutarse, llamando imbéciles, por pasiva, al resto de los gobernantes europeos y de paso a la totalidad de los ciudadanos. Y lo peor es que tiene razón respecto a los primeros. Respecto a los segundos, está por ver.

En la Unión Europea se ha impuesto una especie de creencia por la que la salida del Reino Unido sería algo así como una hecatombe política. El “acabose”, que se diría en el español de la España castiza, del club europeo. Sostengo lo contrario. El Reino Unido es, desde hace décadas, un auténtico cáncer con demasiado poder en el corazón de Europa. Y se metastiza. Su fuerte creencia en una pretendida “singularidad” que en la práctica es una excusa para la obtención de privilegios injustos, su negativa a participar en el Euro, su negativa a formar parte del Tratado de Schengen que permite una mayor libertad de circulación y, sobre todo, sus aberrantes privilegios económicos conocidos como el “Cheque británico” en materia de financiación comunitaria. Ahora, el Sr. Camerón, con la misma solemnidad con la que se anuncia que el agua moja, señala que “no cree en aquello de un Unión cada vez más estrecha” que, de facto, es lo mismo que decir que no quiere una Unión Europea fuerte. Y la afrenta de ahora no es nueva. Es la consecuencia de una larga lista de concesiones y es hora de que los ciudadanos europeos digamos, basta ya.

Siendo así las cosas, ¿para qué necesitamos al Reino Unido, su moneda sobrevalorada a una época imperial que no acaban de asumir que pasó, a su industria destrozada y a un sector financiero que sin la Unión Europea pierde la mayor parte de su importancia? ¿Por qué es necesaria la participación de un país que, en su política exterior, parece pensar más en los intereses de Estados Unidos que en los de la organización de la que forma parte? La respuesta es, sencillamente, para nada. O más exactamente, para muy poco. Si los dirigentes europeos tuvieran un poco de decencia y fueran leales al proyecto de construcción europea, les hubieran enseñado al Sr. Cameron y a todos sus compatriotas dónde demonios se encuentra la puerta de salida para, a continuación, impulsar una Europa social y de los ciudadanos; una Europa consecuente con la génesis del proyecto de integración.

El Reino Unido siempre ha sido un país de libertad y en él están situados algunos de los mejores momentos de mi adolescencia. Recuerdo cuando, en aquellos años, el hombre del tiempo señalaba que había tormenta en el estrecho de Dover y que, por esa razón, el continente europeo había quedado aislado. Quizá lo mejor es que sigan creyendo eso. Que se mantengan aislados con sus particularidades, con su insolidaridad, con sus falsas pretensiones de superioridad y con todas sus grandezas, que las tienen, labrando su propio destino. Labrándolo pero lejos de nosotros. La Europa que debemos construir es la de los pueblos y la solidaridad, no la de los privilegios, no la de unos ciudadanos que se creen mejor que el resto.

@jfod

Juan Francisco Ortega Díaz es Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca (España), Profesor de Planta de la Universidad de los Andes y Director del Grupo de Estudios de Derecho de la Competencia y Propiedad Intelectual de esa misma universidad.

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