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El síndrome de Casandra

Beatriz Vanegas Athías
09 de febrero de 2016 - 02:41 p. m.

La mayoría de los castigos de los dioses en Grecia eran crueles y devastadores.

Por ejemplo, por crear al hombre y prodigarle el fuego, Prometeo fue condenado por Zeus a padecer el infinito dolor de sentir cómo sus entrañas eran devoradas día a día por un águila. Y así por la eternidad en una metáfora del castigo para todo aquel que osara iluminar la oscuridad.

Muchos castigos aleccionadores provienen de esos dioses que también han incidido en nuestras contemporáneas maneras de asumir la vida. Pero el castigo asignado a la troyana Casandra es de los más crueles. Ella encarna una larga tradición de la negación de la palabra femenina que, en su infinita clarividencia presiente con certeza los males por venir y advierte sobre ellos, pero nadie le cree porque simplemente es mujer.

Y es que Casandra, miembro de la realeza troyana quiso tener un don especial: el de la lucidez. Por ello rogó al dios Apolo que se la concediera. Pero adivinen qué pidió el dios: que Casandra le diera su amor. Una vez obtenido el don, ella renegó del amor de Apolo quien enfurecido la condenó a vaticinar el futuro pero con el agravante de que nadie le creería.

Así seguimos en la llamada posmodernidad, sólo los hombres tienen en sus manos los privilegios y deciden a quién asignarlos y a quién no. Basta hacer una seria pesquisa por el canon literario colombiano, por ejemplo, para concluir que son los hombres los dueños de la palabra y quienes deciden a quien hay que creer o en su defecto, considerar escritora.

Con la banalización de la denuncia de acoso sexual; con el matoneo de que ha sido víctima Astrid Helena Cristancho, se revive el síndrome de Casandra que es un estado constante vivido por mujeres en países como el nuestro en el que se han validado sin rubor imaginarios como: “si le pegó fue por algo”; “¿Y qué esperaba con esa borrachera tan brava, que la dejaran sana? ¡Quién la manda a estar a esas horas por esa calle tan peligrosa! O Un prólogo por un polvo o dos polvos por una publicación.

El descreimiento, la negación de las verdades que tienen por decir muchas mujeres funda silencios que, a su vez, generan un sentimiento de impotencia, un arrasamiento de la identidad femenina, por cuanto se pretende instaurar el olvido de lo padecido. Así se erige un país en el que el sólo hecho de nacer hombre es ya una ventaja, en tanto que a las mujeres corresponde trabajar el doble para no padecer por exceso de clarividencia, como Casandra.

 

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