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El último griot

Javier Ortiz Cassiani
16 de abril de 2016 - 02:32 a. m.

La mesura no es una cualidad para quienes son creadores de mundos.

Esto lo sabían los viejos locutores y comentaristas de radio, y por eso vivieron siempre con la hipérbole anidada en sus gargantas magistrales. Andaban por la vida conscientes de que detrás de ellos iba una romería de oyentes que creían apasionadamente en sus formas y en los ademanes de sus voces para crear y narrar universos. Nunca fueron inferiores a ese compromiso.

Hace varias noches, mientras conversábamos sobre béisbol y boxeo en una banca del Camellón de los Mártires de la ciudad de Cartagena, el historiador Alfonso Múnera y el musicólogo Enrique Muñoz me contaron una de esas anécdotas de los días de radio que me estremeció la existencia. Una mujer, angustiada, había llegado a la emisora donde trabajaba Marcos Pérez Caicedo para pedirle el favor que anunciara en su programa la desaparición de su hijo. Marcos tomó el micrófono, hizo el anuncio y comunicó los datos de rigor. Pero luego, después de una pequeña pausa, dijo con su voz litúrgica: “Tengo a la madre desesperada aquí a mi lado y los oyentes comprenderán que en las actuales circunstancias le es muy difícil hablar, pero ella me ha dicho que les pida encarecidamente a los cazadores de la región, que si ven a un tigre, que por favor no le disparen, que ese podría ser su hijo al que una bruja miserable se lo convirtió en bestia”.

Solo un hombre con un profundo aprecio por la condición humana podía abrir los micrófonos para decir esto con la mayor naturalidad y respeto del mundo. Los viejos locutores se debían a su audiencia. Los oyentes nunca hacían zapping con el dial de la radio. Algunos hasta tenían marcado con color en los viejos transistores el punto exacto donde aparecía la voz del mago que inventaba el mundo. La objetividad no era más que un harapo con el que se disfrazaban los débiles de criterio o quienes pretendían ocultar intereses oscuros. El resto era, por fortuna, una comparsa de subjetividades ingeniosas.

Se seguía al deportista y al equipo, pero sobre todo, al locutor que amplificaba sus glorias y empequeñecía las derrotas. Édgar Perea Arias fue el último griot apasionado detrás del micrófono. Un narrador versátil, que no necesitaba encender el fuego en las noches para convocar a la tribu, porque llevaba fuego en su voz. Inventor de la paternidad universal del equipo de sus amores; capaz de lograr, con solo una insinuación, que 50.000 gaznates evocaran la memoria de la madre de un árbitro de fútbol, y de destruir con un par de adjetivos la reputación boxística del oponente del púgil colombiano. Repito, para los que andaban por el mundo seguidos por una procesión de oyentes encandilados con su verbo, la mesura no hacía parte del repertorio. Por eso, un diluvio de aplausos cayó de las tribunas cuando materializó la idea de aterrizar en helicóptero en la mitad de la cancha, el día de la inauguración del estadio del equipo de fútbol de sus entrañas.

Édgar fue miembro del grupo de quienes narraban y comentaba sus pasiones deportivas con una dicción y un uso preciso del castellano, tan alejado de la miseria y la ridiculez verbal que estilan los comentaristas colombianos en estos tiempos. Se fue el último de la estirpe de aquellos locutores que nacieron con el barro creador en la garganta y amasaban mundos con la voz. Buen viaje, Campeón.

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