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En memoria de Gabriel Izquierdo

Oscar Guardiola-Rivera
28 de septiembre de 2016 - 08:08 p. m.

Cuando era un niño, los kogis de la Sierra Nevada descendieron de ella para dialogar con “los hermanos menores”. Así llamaban a los conquistadores y a sus sucesores en el malogrado proyecto de mantener la ‘unidad’ del territorio por la sangre y por el fuego, someterlo a sus leyes y reducir el cosmos al tamaño de una plantación de palma de cera o una mina a cielo abierto.

Una de mis primeras memorias de infancia proviene de entonces. Acababa de cruzar la calle desde el hotel Miramar junto a mi padre para tomar juntos un jugo de tamarindo en uno de los quioscos cercanos a la playa. En ese momento, un Ford negro se parqueó justo enfrente y de él se bajaron tres hombres con pistolas y ametralladoras.

Los hombres entraron al bar del hotel y desde fuera escuchamos el traqueteo de las ametralladoras, el ruido que hacen las vidrieras al caer, y yo, lo recuerdo como si fuese ayer, los gritos de papá pidiendo que me tirase al suelo.

Le recuerdo allí, en la acera, sus ojos fijos en mí como queriendo por alguna magia protegerme de las balas. Fue la primera vez que le vi aterrado. Recuerdo el olor de la sangre, recuerdo volver los ojos hacia los hombres que ahora corrían desde el hotel hasta el Ford negro, sus camisas manchadas de magenta. Las ametralladoras en sus manos despedían humo. Uno de ellos me miró con ojos que ahora imagino de fuego y llevándose el dedo índice a la boca me indicó no musitar palabra. Recuerdo el silencio antes de escuchar cerrarse la puerta del auto y verles huir a toda prisa.

Fue la primera vez. No sería la última. No había últimas veces ni término aparente para la guerra interminable de Colombia. No hasta esta semana.

“A quienes no hemos conocido un solo día de paz en nuestras vidas –respondí a un periodista internacional que me preguntaba desde Londres por el significado de lo ocurrido en otra ciudad del Caribe, Cartagena, esta semana– nos tomará tiempo aceptar que quizás esta guerra ha terminado”. Hacer la paz, unir los mundos de arriba y de abajo como en las representaciones kogis del cosmos, tomará tiempo. Seguir el ejemplo de quienes, como el padre Gabriel Izquierdo, nos enseñaron cuan arrogante es esperar la perfección en este mundo.

Los acuerdos no son perfectos. Extraño en ellos mayor justicia social como otros, les creo equivocados, extrañan más retribución y castigo. Pueden ser mejores, pero no son los peores. Peor sería permitir que otra generación, la de mis hijas, crezca aferrada a recuerdos como los nuestros.

Me preocupan las memorias que no permitirán a algunos abandonar la guerra en sus corazones. Pero estoy dispuesto a que juntos tomemos el tiempo que sea necesario para abrir el pasado, hacer legible el presente y posible un futuro diferente. Entre los mundos de arriba y abajo nos ha correspondido este, estrecho e imperfecto.

 

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