Estetización de la política

Carlos Granés
03 de febrero de 2017 - 03:26 a. m.

La política siempre se ha servido de la estética para mitificar la imagen de los grandes reyes, papas o conquistadores. El mito y la falsificación de la historia no son un invento moderno. La pompa ha estado ahí siempre.

En desfiles y ceremonias se mezclan el más fastuoso despliegue estético y la demostración de poderío. El potlatch primitivo no es otra cosa. Con el derroche se le demuestra al potencial enemigo fuerza y poderío. Ocurre lo mismo con los cursis y costosos ejercicios militares. Podría decirse que aquellos actos performáticos, con todo su componente estético, se ejecutan no sólo para satisfacer a los cuadros militares, sino para lustrar el aura del Estado y de sus representantes (o dueños).

Pero a lo largo del siglo XX ocurrieron cambios sustanciales que mezclaron hasta confundirlas la política y el arte. Ya no se trató sólo del boato. Los artistas rechazaron la autonomía artística ganada en la modernidad, es decir, la independencia conquistada frente a la Iglesia, los reyes y demás poderes, para volver a la mundanal realidad y untarse de vida, ideología y política. El arte dejó de ser una herramienta crítica para convertirse en una herramienta transformadora, forjadora de hombres y sociedades nuevas. Para ello promovieron revoluciones que iban más allá de la estética. Querían nuevos comienzos, erradicación del pasado, y no por otra razón muchos acabaron apoyando el fascismo y el comunismo, proyectos políticos que tenían un destino artístico: la creación de un nuevo mundo bajo el mandato y la visión de un demiurgo redentor.

Luego, tras la Segunda Guerra mundial y el auge de los medios de comunicación, vino la espectacularización de la política, su fusión con el show business, la participación de cantantes y actores famosos en las campañas, la fotogenia, el eslogan. Y también el humor. Los programas de sátira política añadieron un elemento que, aunque no exclusivo de las prácticas artísticas, se vinculaba de forma directa con el teatro, la farsa, la comedia del arte. Para lo que no estábamos preparados era el nuevo giro de tuerca en este proceso continuo de estetización de la política.

Ya no son sólo los elementos estéticos, teatrales y espectaculares los que están afectando la política. Ahora ha entrado en juego otro elemento, presente en toda forma artística, pero característica de la novela: la ficción. Y no me refiero a la mentira, tan vieja como el lenguaje, sino a la aceptación de la falsedad con el fin de ganar poder o hegemonía. En política, hoy en día, el juego consiste en buscar la manera de imponer los relatos propios a los demás. En obligar a los enemigos a discutir lo que yo quiero que discutan, así sea falso. En distraer, entretener, crear problemas artificiales, negar la evidencia. Nada debe impedir, y en especial la verdad, que mi relato se imponga al de los otros. El centro de todo ya no es la realidad ni los problemas de la gente. Es el relato. Y en esta disputa parten con ventaja quienes no temen a la calumnia. Su arma favorita es Twitter, el medio cuya velocidad y precariedad impide cualquier verificación.

Y ahí estamos, en un momento en el que excelentes mentirosos acceden al poder. No son novelistas, desde luego, pero defienden sus relatos con la vehemencia del mejor encantador de serpientes.

 

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