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Ferro blindado

Mauricio Rubio
25 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Parece consolidada la concesión de licencias LGBT de irresponsabilidad. Pocos acusados o cuestionados cuentan con el paraguas que protegió a Carlos Ferro.

A Jorge Armando Otálora, cincuentón aún soltero, no lo habrían linchado si hubiera declarado ser gay, presentando sus horrorosos modales, madrazos, portazos y patanería, como angustias de armario; aclarando que Astrid fue solo amiga y el destinatario del pornoselfie un tinieblo. Este escenario delirante encaja perfectamente en la teoría de género: protección garantizada a quien se libere de la represión heterosexual.

Ferro salió mejor librado que Otálora a pesar de que su presunto delito parece más grave, y que la prueba hecha pública es mayor indicio de ilegalidad. A cualquier senador no gay, en idénticas circunstancias con una mujer policía, le hubiera ido peor. Si se suman las argucias para celebrar el amarillismo de Daniel Coronell y criticar el de Vicky Dávila, cuya audacia fue comparada al “islam de los ayatolás y los mulás” que criminalizan la homosexualidad, es claro que al ex vice lo salvó ser bisexual. Funcionó el blindaje LGBT, que diluye yerros individuales entre la exclusión y el odio sufridos por un colectivo de víctimas.

En la utopía LGBT la gente no solo está libre de toda sospecha, también desaparecieron las diferencias entre sexos. Cualquier hombre -G, B o T- puede evadir responsabilidades, no aceptar errores ni alterar conductas, sino limitarse a exigir derechos, en armonioso coro con mujeres -L, B o T- radicalmente distintas en sexualidad, machismo, agresividad, empatía, valores, relación con el poder y el largo etcétera que desvela feministas. Nadie en su sano juicio diría que Ferro se asemeja más a parlamentarias lesbianas que a patriarcas mujeriegos del Congreso, pero eso es lo que pregona el activismo: a ciertos hombres los define no su sexo sino el objeto de su deseo. Siendo así, falta una burrada de letras para alargar la sigla del gremio. Pillos y corruptos variopintos habrán tomado nota del eficaz escudo protector asociado a la orientación sexual diversa, que ya ni requiere intervención militante explícita: está asimilado por intelectuales, medios y redes sociales progres.

A mediados de 2015, en una sentencia recibida sin debate, el Consejo de Estado asimiló la infidelidad a una forma de maltrato a la mujer. El video de Ferro coqueteando con un alferez ha debido generar un mínimo rechazo acorde con la nueva jurisprudencia. Las defensoras de la mujer callaron; evaden un espinoso tema plagado de dilemas y con tufo religioso. Más fácil y correcto preocuparse por la diversidad sexual, primerísima prioridad en la lucha contra el patriarcado.

El ex funcionario perdonado al aire por su esposa generó reacciones encontradas. Mientras unos vieron una apología de “los sagrados valores de la familia”, o una madre que “instintivamente trató de proteger a sus hijos” manipulada por el cobarde esposo, otras aplaudieron a la heroína pragmática que desactivó el escándalo, sin descartar la eventual existencia de un acuerdo conyugal de poliamor.

La infidelidad masculina en Colombia es mucho más común que la femenina, y constituye un detonante recurrente de violencia doméstica: eso muestra la evidencia disponible y lo recalca la sentencia del Consejo de Estado. Para constatar su impacto devastador basta conocer unos casos, leer testimonios o, como hicieron compungidos quienes crucificaron a Vicky Dávila, ponerse en los zapatos de la esposa engañada. Fuera del mal ejemplo que dio como figura pública –no por bisexual sino por mentiroso- Ferro entrevistado en Blu Radio, con cara de yo no fui, sin pedir disculpas, insistiendo que no actuó mal, parapetado en la mano cogida y las palabras redentoras de la principal afectada, mandó un deplorable mensaje de trivialización e impunidad de una conducta que deteriora y destruye muchos hogares colombianos. Hay que reiterar lo obvio: los estragos los causa el cónyuge infiel, no quien lo desenmascara. Se requieren altas dosis de hipocresía para responsabilizar del daño a la persona que ventila la ofensa y mucho cinismo para acusarla de homofobia si es con otro hombre.

El caso Ferro hizo evidente que sobre las aventuras extra maritales de los poderosos no hay debate serio, que se elude por considerarlo moralista y conservador. Así pensaban en Francia antes de DSK, último político célebre beneficiario del silencio cómplice con el que ya no cuenta el primer mandatario galo. Lo que ha debido ser una discusión informada y urgente sobre sexo, política y corrupción, con el incidente enmarcado en sus escabrosos antecedentes y valorado por su impacto real, con un mínimo de consideración por el interés público, no solo por la conveniencia personal de un embustero, fue una cacofonía de emociones, miopía social, sesgos ideológicos, manipulación y dogmas -religiosos, feministas y LGBT- milagrosamente fundidos para blindar a Ferro.


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