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Goliat contra David

Hugo Sabogal
29 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

Cuando pensamos en el consumo de vinos en el mundo, evocamos de inmediato a países líderes en producción y consumo, como Francia, Italia y España. Y es obvio: durante siglos, estas tres naciones han incluido el vino en su dieta diaria.

No obstante, se han comenzado a notar cambios profundos en las tendencias globales y estamos viendo inclinar la balanza en otra dirección. Sin ir más lejos, España ha caído hondo frente a sus vecinos, debido a razones que van desde la crisis económica y el desempleo, hasta el ascenso de la ginebra y otros destilados.

Aquí también detectamos alarmantes señales de peligro ante la amenaza de nuevos impuestos locales que echarán por la borda los progresos logrados en los últimos veinte años, durante los cuales la ingesta de vino pasó de la nada a ocupar una modestísima participación frente a productos similares. Y lo ha hecho al lado de la gastronomía local, que ya es en una plataforma de sano esparcimiento, tanto en casa como fuera de ella.

Según la empresa de investigación International Wine & Spirit Research (IWSR), con sede en Londres, el principal mercado del mundo en términos de volumen se llama Estados Unidos, con un total, en 2013, de 339 millones de cajas de 12 botellas. O sea, más de 4.068 millones botellas descorchadas y bebidas. Con estas cifras en la mano, podemos decir que Estados Unidos representa un poco más del 10 % del consumo global, calculado en 3.200 millones de cajas de 12 botellas, o sea, unos 38.400 millones de botellas al año.

¿Qué explica esta situación, particularmente en Estados Unidos? Según Humphrey Serjeantson, analista senior de IWSR, citado por el Wall Street Journal, los llamados millennials han comenzado a incorporar el vino en sus comidas, porque se sienten cada vez más conocedores y educados en materia de consumo. O sea, lo mismo que nos ha ocurrido a nosotros.

Según el IWSR, los tres países cuyos ciudadanos destinan más plata para la compra de vino son EE. UU., Francia y el Reino Unido. Hacia 2018, los aficionados de EE. UU. y el Reino Unido destinarán a la compra de sus marcas favoritas la bicoca de US$33.200 millones y U$17.100 millones respectivamente.

Frente a estos gigantes del consumo, el nuestro es insignificante. Ni siquiera nos podemos comparar con Ucrania, país consumidor con igual número de habitantes, que registra una ingesta per cápita anual de 4,46 litros por persona, vale decir, más de cuatro veces el colombiano. Bebemos menos vino por habitante que Tonga, Burkina Faso, Madagascar, Cuba, Guam y la República del Congo. Ocupamos el lugar 160 en la escala mundial.

Si tomamos como referencia la población económicamente activa, nuestro consumo per cápita llega apenas a 1,3 litros por habitante. Pero si dividimos los litros consumidos anualmente (21 millones) por el total de la población actual (45 millones de personas), estamos hablando de sólo 0,47 litros por habitante al año, o sea, menos de una botella.

Conclusión: nuestro mercado de vino es bastante chico, frente al de la cerveza y al de los destilados. Pero, a su vez, es el que más está ligado a los nuevos hábitos alimenticios locales y al avance gastronómico nacional, como medio de encuentro cultural y familiar. Con un posible aumento impositivo del 300 % contra el vino, las perspectivas del pequeño sector son negras.

Como lo vienen repitiendo varios comentaristas, el vino debe quedar por fuera del apetito fiscal en el actual proyecto de reforma tributaria que se discute en el Congreso. Puede ser un gran negocio en EE. UU., el Reino Unido o Asia, donde lo dejan quieto. Aquí es solamente un agradable divertimento y un invitado de honor en la mesa.

Si el Gobierno busca extraer fondos para el posconflicto, es hora de revisar, en serio, la lucha contra el contrabando o la corrupción. No ensañarse con el vino, que es un inerme compañero milenario.

 

 

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