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Hacer la violencia visible

Catalina Ruiz-Navarro
17 de marzo de 2016 - 02:00 a. m.

La semana pasada se hizo viral en redes sociales, hasta llegar a los medios de comunicación, un post testimonial de Yamile Arango, una ibaguereña de 28 años que contaba cómo su expareja, militar, había cometido todo tipo de agresiones en su contra, incluido amenazarla con un arma y secuestrarla en su apartamento.

Arango, que terminó con la nariz rota en varias partes, se enfrentó luego con un sistema de justicia indolente y revictimizante, y su denuncia fue traumática e infructuosa, la Policía fue incompetente y su agresor salió en libertad. La historia de Arango se repite en Colombia varias veces al día; los casos de violencia doméstica son motivo de chisme en los pasillos, pero difícilmente encuentran justicia. Sin embargo, Arango, a diferencia de tantas mujeres, logró, gracias a las redes sociales, que su caso se tomara en serio. Si bien no hubo justicia para ella, su testimonio ha servido para crear conciencia en la opinión pública y a que se cuestionen, en serio, los mecanismos de acceso a la justicia que presentan tantos obstáculos para las mujeres. Arango tiene toda la razón en estar decepcionada de la justicia, pero su caso inició una discusión que puede ser el primer paso para cambiar el sistema.

Las leyes en contra de la violencia contra las mujeres, en Colombia y el mundo, son insuficientes por una serie de razones. Primero, es difícil delimitar en el lenguaje este tipo de violencia. ¿Es intrafamiliar? No necesariamente porque puede venir por parte de un ex o un amante, nuestra concepción de familia es tan limitada que entorpece la categoría. ¿Es doméstica? Sí, pero puede ocurrir en espacios públicos. Recordemos la célebre golpiza del Bolillo a una mujer en el Bembé. Ambas palabras parecen remitir a algo que ocurre en el ámbito de lo privado, y no, la violencia es siempre un problema público. Por otro lado, la violencia de género no siempre deja marcas visibles. Sin duda un golpe es algo llamativo y espectacular, difícil de ignorar, pero antes del golpe vienen el los insultos, la objetivación y el control, muchos de los cuales no dejarán rastros para medicina legal. Como nuestra sociedad las ha naturalizado, reconocer estas violencias puede ser muy dificil, incluso para las mismas mujeres, que crecimos con el cuento de que si te jala las trenzas es porque te quiere. Para cuando la violencia se reconoce muchas mujeres están en un estado de dependencia, peligro y aislamiento tal que la denuncia ni siquiera parece una opción. Otras con tremenda valentía alzan la voz y se estrellan contra la pared del sistema de justicia que les pide que concilien, que se comuniquen mejor con su pareja, que sean más pacientes, que se vistan más recatadas. Así la justicia le envía un mensaje a todas las mujeres: no estamos para atenderlas.

Por eso, la manera en que estos casos se discuten en la opinión pública puede ser definitiva para garantizar el acceso a la justicia. Cuando los medios y las redes hablan de crímenes pasionales e historias de amor (como hizo inicialmente la revista Semana al referirse al feminicidio de la colombiana Giuliana Acevedo a manos de su novio, Mauricio Valdés en Chile) literalmente crean un contexto para la impunidad. A la incompetencia general de la Policía se suma una grave falta de perspectiva de género que es extensiva a todas las instancias: medicina legal, juzgados, e incluso Secretarías de la Mujer. Mientras las personas que deben prestar atención a las mujeres mantengan prejuicios sexistas y machistas, no habrá ley que valga, pues las garantías para las víctimas dependen de un cambio cultural. En esa medida, todos somos responsables: alimentar los estereotipos y la violencia de género en nuestras conversaciones, en el lenguaje y en los medios de comunicación crea el clima de impunidad que nos tiene a las mujeres indefensas, vulnerables y jodidas. En cambio, escuchar estas historias de primera mano en testimonios de las mujeres y de historias periodísticas bien reporteadas ayuda a toda la sociedad a sentir empatía y solidaridad con las víctimas, a tomarse en serio la violencia como un problema de salud pública y, sobre todo, a reconocer e identificar a tiempo todas las formas de violencia contra las mujeres.

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