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Hay que abolir el undécimo y duodécimo mandamiento

Luis Carlos Reyes
14 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

El esfuerzo que nos cuesta no dar papaya porque a papaya puesta papaya partida es agotador, y nos hace infelices e improductivos.

A los extranjeros que llegan a Colombia se les explica, para evitarles un robo callejero o alguna tumbada, que nuestros dos preceptos inviolables son “no dar papaya” y “a papaya puesta papaya partida”. Pero la actitud hacia la vida y hacia los demás que esto implica es miserable y desgastante, como me lo hacía ver hace poco un amigo.

Si al chiste le quitamos la simpática fruta tropical de en medio, lo que estamos diciendo es que dos principios rectores de nuestra sociedad son “no confíe en nadie” y “aprovéchese de todo bobo que se atreva a confiar en usted; quien no se aprovecha de los que se dejan es una anomalía”. Qué existencia tan triste la nuestra si de verdad pensamos eso, si creemos que nuestros vecinos, porteros, tenderos, clientes, empleados y arrendatarios están buscando, sin cesar, la manera de robarnos, estafarnos o engañarnos.

Un ejemplo de cómo la desconfianza de todos hacia todos desperdicia tiempo y recursos es la banca personal. En otros países, para abrir una cuenta de ahorros se necesita un documento de identificación y nada más. Acá, como nuestro dinero es sucio a menos que se demuestre lo contrario, se necesita certificación de ingresos original, y con ciertos bancos hasta visita laboral para ver si la certificación de ingresos no es falsa. Si se es independiente, el proceso es aún más tedioso, y el trámite es imposible para buena parte de los trabajadores informales. Esto no solo es molesto, sino que es un desperdicio de oportunidades de ahorro e inversión.

También está el caso de los contratos de arrendamiento. Hay lugares donde basta una certificación de ingresos y un documento de identificación para firmarlos. Pero en Colombia, con frecuencia se exigen tres codeudores a los que hay que fastidiar haciéndolos conseguir su propia certificación de ingresos. Dos de ellos, además, tienen que demostrar con certificado de tradición y libertad en mano que tienen bienes raíces. Como resultado, hay muchos arrendatarios con viviendas vacías que podrían estar ocupadas por arrendadores honestos.

El problema no existe sólo con la banca personal y los contratos de arrendamiento. Es toda nuestra economía la que está llena de precauciones y reparos, y no sólo por culpa de la tramitomanía del sector público. Son innumerables las transacciones y negocios privados que se dejan de hacer a causa de la desconfianza universal.

Dejemos de vivir así. Hay que resistir la desconfianza, aún a costa de ser victimizados de vez en cuando. No se trata de que confiemos en los que ya han demostrado su deshonestidad, como es el caso con buena parte de la clase política, sino de no actuar como si ellos representaran al colombiano promedio. Es mucho más digno darles el beneficio de la duda a los demás que asumir que el otro siempre es malintencionado. Si nos negamos a desconfiar de todos a cada instante, nos vamos a dar cuenta de que el país está lleno de gente honesta (como el lector) dispuesta a reciprocar nuestra confianza.


Luis Carlos Reyes, Ph.D., Profesor Asistente, Departamento de Economía, Universidad Javeriana
 

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