Hermana muerte

Valentina Coccia
13 de enero de 2017 - 03:28 a. m.

El 2016 nos sorprendió con la muerte de varios artistas, políticos y personajes de la cultura general. David Bowie, Carrie Fisher, Umberto Eco, Leonard Cohen y Fidel Castro fueron solo algunos de las desafortunadas pérdidas del año anterior.

En los pocos días que han trascurrido desde el inicio de este incipiente 2017, ya nos hemos despedido con tristeza de intelectuales de la talla de Ricardo Piglia, John Berger y Zygmunt Bauman. Por estos días la muerte, esa sombra desastrosa y silenciosa, hermana de la soledad y el sueño, parece haber pasado a través de las ilusiones de una generación completa, arrasando con ideales, íconos e insignias de un pasado que empieza a desaparecer detrás de la cortina de estas desapariciones simbólicas.

Muchos hemos llorado estas pérdidas. Particularmente dolorosas me han parecido la muerte de Fidel Castro y la desaparición de la hermosa Princesa Leia, cuyo rostro, en la nueva película Rogue One, aparece digitalizado por miles de partículas de la tecnología, encontrándose en algún lugar de la pantalla con la sombra de la amada Carrie Fisher, ícono de la fortaleza femenina. Sin embargo, distraídos por estas muertes icónicas pocos nos hemos detenido a pensar en los múltiples significados de la muerte como tal, que no solo cubre con su manto a los rostros más famosos, sino que también encuentra en cada esquina a las caras más anónimas, sustrayendo del milagro de la vida a los conductores de autobús, a los vendedores ambulantes, a los mendigos y todo el resto, que deambula insignificante dentro de la inmensa masa humana que cubre todo el ancho de la tierra. Esta muerte, dolorosa para amigos y familiares del difunto, completamente imperceptible para todos los demás, o en muchos casos, insignificante para la mayoría, es el destino de todos; es lo que al fin y al cabo nos vuelve parecidos a George Michael, Mohamed Ali y otros fallecidos del año que acaba de pasar.

Para los que estamos vivos y vemos pasar la mano aterradora de la muerte sobre nuestras casa, sobre las casas de nuestros semejantes, que acecha silenciosa a nuestra puerta, mirando de reojo nuestros diarios movimientos como una espía invisible, la muerte resulta ser una imagen pavorosa. Pero probablemente, para aquellos que están a punto de pasar al otro lado, que se encuentran en una situación dolorosa, que duermen a diario en el desamparo de la lluvia, que viven en la lucha constante contra la vida, contra el hambre o la desesperación, la muerte puede ser una imagen misericordiosa, que no solo salva a todos los pequeños hombres del completo anonimato, sino que además termina de manera suave y repentina con el cadencioso sufrimiento humano, que camina despacio y con un rumbo incierto.

Hace poco leí un bello libro que me hizo pensar en la muerte como nuestra desconocida redentora. Thomas Wolfe (cuya vida y obra fue retratada recientemente por la película Pasión por las letras) escribió un relato de 80 páginas describiendo cuatro fallecimientos en la naciente ciudad de Nueva York de los años 20 y 30. Cuatro hombres anónimos murieron con repentina violencia en los escaparates de la gran urbe, atravesando apenas perceptibles los ojos y las conciencias de los neoyorkinos. En una prosa llena de lirismo, Thomas Wolfe se refiere a la muerte como una hermana, que en el mismo talante en el que hablaba San Francisco de Asís en su Cántico a las Criaturas, no viene a castigar y a juzgar, sino a redimirnos de una vida que muchas veces se perfila dolorosa y de una existencia de se desangra en la irrelevancia: “Orgullosa Muerte, Muerte orgullosa, te alabo no por la gloria que añadiste a la gloria de los reyes, no por el honor que impusiste sobre las dignidades de los grandes hombres, no por la magia final que has proporcionado a los labios de los genios, sino porque acudes a nosotros con generosidad, a nosotros, que no conocemos la gloria, a nosotros, cuyas vidas son anónimas y oscuras, y nos das a todos –átomos sin nombre, sin rostro y sin voz -el crisma sagrado de tu grandeza”. Con estas palabras de Wolfe, cierro esta cruel reflexión para muchos, que doliéndose por las muertes que confirieron honor y memoria, no se detuvieron a pensar en la mano misericordiosa que  clausuró para siempre los ojos de los más famosos, restituyéndole con generosidad la descarnada humanidad que la fama les arrebató.

valentinacoccia.elespectador@gmail.com @valentinacocci4

 

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