Indígenas, campesinos y estudiantes

Luis Carlos Reyes
27 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.

Ni las ceremonias ni los discursos le fuerzan la mano a la historia, pero hay actos simbólicos que terminan representando un cambio de época. Ojalá la Marcha de las Flores se vuelva uno de ellos.

Desde mi oficina en la Universidad Javeriana se oyen todas las marchas que empiezan en el Parque Nacional camino a la Plaza de Bolívar, y fue sorprendente que en las dos semanas posteriores al plebiscito hubiera habido más manifestaciones que en los dos años anteriores. Organizadas a través de redes sociales y lideradas por estudiantes, unánimes en su deseo de vivir en un país justo y en paz, hacen pensar en que con las mismas herramientas se lograron victorias mayores y contra adversarios más temibles en otros países. La clase política tradicional colombiana y sus manipulaciones serán insidiosas; pero daban más miedo las dictaduras derrocadas por manifestaciones organizadas en Facebook durante la Primavera Árabe del 2010, o la maquinaria electoral de los Clinton aplastada por la campaña de Barack Obama a punta de pequeñas donaciones por internet en el 2008.

Ante las marchas pidiendo un acuerdo de paz cuanto antes, varios se preguntaron qué tipo de paz se exigía. El interrogante es crucial, porque el problema casi con seguridad no es si va a haber “paz” o no. Todos quieren el cese al fuego, desde las FARC hasta el Centro Democrático. Pero exigir la paz como simple ausencia de plomo es insuficiente. ¿Qué paz queremos? ¿La paz de las ciudades, para viajar sin problemas a las fincas de recreo? ¿La paz de los terratenientes, en la que quienes compraron tierras robadas “de buena fe” se dediquen a prósperos negocios agroindustriales? ¿O una paz en la que se respeten los derechos de todos, incluyendo los derechos de propiedad de las comunidades indígenas y de los campesinos? La mejor respuesta a esas preguntas es la simbolizada por la Marcha de las Flores.

Que se hayan unido los estudiantes de universidades públicas, privadas, de élite y no de élite para recibir y honrar a los indígenas y campesinos que venían a la capital a pedir el respeto a sus derechos es un acto simbólico poderosísimo. Los universitarios representan a la futura clase dirigente y empresarial del país, a la clase media y alta que nos espera en las próximas décadas. Para algunos de ellos, su contacto con el campo puede haberse limitado a las parodias de indígenas y campesinos con las que, en la peor tradición del blackface, se divierten los comensales de aquel popular asadero de las afueras de Bogotá. Pero a diferencia de sus mayores, ven más allá de su nariz y se dan cuenta de que lo que les corresponde es honrar – haciéndoles un corredor humano y recibiéndolos con flores – a quienes son los verdaderos mayores de Colombia: los indígenas y campesinos de cuya sangre y tierra nos nutrimos todos.

Contrasta la marcha también con la celebración prematura de la firma de la paz en Cartagena, preparada y coreografiada por la élite tradicional, y hasta rematada por la novena sinfonía de Beethoven, que más que oda a la alegría sonaba a un himno a ese perpetuo deseo nuestro de no ser de aquí. En contra de ese vicio de nuestro espíritu nacional se levanta, me parece, la Marcha de las Flores, sin esa pretensión de que lo del campo no es con esa ciudad que necesita sentirse refinada y extranjera. La marcha afirma, por el contrario, que Colombia, sus derechos y sus leyes son por igual para todos los que viven en ella. Se vale tener esperanza, y la mía es que nuestro futuro sea el que augura este símbolo.

Luis Carlos Reyes, Ph.D., Profesor Asistente, Departamento de Economía, Universidad Javeriana
Twitter: @luiscrh

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