La alternativa de Macondo

Adolfo León Atehortúa Cruz
07 de octubre de 2016 - 02:09 a. m.

Incertidumbre. Es esa la palabra con la cual ha sido caracterizado el momento actual.

Ni quienes respaldaron la refrendación de los acuerdos con el Sí, ni mucho menos quienes apuntalaron la oposición a ellos con el No, esperaban el resultado que finalmente se dio. Ni unos ni otros, me atrevo a pensar, vislumbraron la posibilidad de un plan alternativo. Una parte de los del no, según el sentir de muchos colombianos, tampoco esperaba la contingencia de su victoria: lanzaron la campaña como antesala astuta a las elecciones presidenciales de 2018, pero jamás con la perspectiva real de detener el proceso. Algunos más, por el lado del Sí, también hicieron cálculos electorales de futuro sin recapacitar sobre el presente. El asunto, a decir verdad, sonaba decidido. La abstención, por otro lado, se convirtió en manifestación indolente de una aguda indiferencia.

Al final, quedamos todos sorprendidos ante la realidad mágica de Macondo; por la mala hora que devuelve la trama postrera al capítulo inicial, por la carta que no recibe el coronel para disfrutar su pensión, por los relatos de un náufrago que, solo al hundirse, advierte como causa del siniestro la pesada carga que sin legitimidad suficiente transportaba el barco.

Ahora es preciso recomponer la marcha, pero persistir en el objetivo. El Sí no podía ganar con un estrecho margen: en poco años, con el próximo presidente incluso, arreciarían los intentos y las disputas para reversar los acuerdos. Por el contrario, la escasa diferencia a favor del No obliga hoy a sus promotores a plantear con seriedad las divergencias, a expresar lo concreto más allá de los micrófonos recogiendo –por cierto– banderas extremas que solo eran pregones de campaña. La responsabilidad frente al Estado no deja disyuntiva.

Esto es lo positivo del momento: es propicio para enclavar en la mesa la pata que faltaba; para asumir entre todos la generosidad y la grandeza que el momento exige. El Sí debe asimilar positivamente su derrota; el No debe responder con propuestas claras y ajustables a lo que se ha hecho hasta ahora. Los peligros son claros y el tiempo apremia; jugamos con fuego. No es un problema de Santos ni de Uribe; es un problema de Estado y del país entero.

Colombia no puede quedar mal ante el mundo: debe levantarse. De lo contrario, la inversión y la economía, el modelo económico, van a estremecerse; las dificultades fiscales, a profundizarse; la gobernabilidad a ahogarse. Quienes han sido constructores de este Estado, por clase, por herencia o por historia, deben ser los primeros en advertirlo.

El cese al fuego no puede prolongarse indefinidamente: o lo quiebran las circunstancias de la desconfianza o no lo aguanta una tropa sin esperanza que necesita además medios para mantenerse inactiva. La ilusión de las víctimas por su reparación, los anhelos y la gracia sagrada de los perdones ofrecidos y concedidos, no pueden frustrarse sobre la conciencia que soñó con lavar la sangre y enterrar a sus muertos. La esperanza de libertad de guerrilleros y militares, el deseo de deponer las armas y regresar a sus casas, cultivados en uno y otro bando, no debe venirse a tierra. El sueño de millares de colombianos, expresado ante todo por la votación que obtuvo el Sí en aquellos lugares en donde la guerra fue más cruenta, no puede despertar en pesadilla. Cruzarse de brazos ante la expectativa sería crueldad e infamia.

Es el tiempo de la prudencia, del diálogo, de la inteligencia. Aquellos que han ganado o que reclaman la dirección del Estado no pueden demolerlo. La historia no debe repetirse. La Violencia fratricida que derrumbó parcialmente al Estado en los años cincuenta del siglo veinte, como enseñó Paul Oquist, está a la vuelta de la esquina. He aquí el dilema: la vía de la guerra y el derrumbe, o la ruta del consenso. Las Farc y el Eln tampoco pueden ser ajenos a una situación que debe superarse. Trabajar sobre propuestas claras y proyecciones inmediatas es la urgencia.

Es inconcebible volver a regalarle balas de mortero y más miseria a una nueva generación que ha creído en la cordura y en la paz para Colombia, a quienes recién llegan a la vida con la ilusión amorosa de sus padres. ¿Cómo explicarles mañana a los niños y a los adolescentes que deben sufrir o marchar a una guerra que no fuimos capaces de culminar cuando estuvimos cerca? Las grandes movilizaciones juveniles de la presente semana tocan a la puerta de lo insensible para exigir solución sin dilación. Sus voces gritan contra la mezquindad y cosechan la esperanza.

Queda, entonces, el entendimiento a corto plazo. Es la única salida para que, como dijera Gabo, “las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”: que los patriarcas en otoño se sienten a conversar con celeridad y nobleza para dejar de matarnos, para que las nuevas generaciones abracen la realidad de una utopía diferente: “la nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad”. No hay otra alternativa: la crónica de una muerte anunciada o el amor en los tiempos del cólera.

* Rector Universidad Pedagógica Nacional

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